OPINIÓN

La Coda del peor Oscar de la historia

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

Todos estamos un poco hartos de la cultura de la cancelación, del filtro y el puritanismo del nuevo Oscar, de su regresión intelectual a una nadería infantil y potable, donde la glorificación de Coda es la punta del iceberg de una política conservadora, de rearme moral, para congraciarse con los sectores más progresistas de la demanda, aquellos dispuestos a emprender una cacería de brujas contra cualquiera que cometa el menor pecado, según los estándares del hipócrita buenismo de la academia.

Fruto de ello y del anticine que domina en la temporada de premios, la prescindible Coda ha cobrado un injusto e inmerecido protagonismo en una época que solo hace cincuenta años vio consagrarse a Contacto Francia, dos décadas después asistió a la ruptura de concederle los honores a Silencio de los Inocentes, para luego renegar de su historia y amoldarse al canon del milenio woke.

Por supuesto, había antecedentes y críticas hacia el sistema que por comodidad y mezquindad, que por celo profesional y ajuste de cuentas, que por dinero y poder, jamás quiso admitir a los outsiders en su momento real de disrupción, como Lynch, Kubrick, Nolan y un largo etcétera que nos llevaría a la propia Jane Campion, cuya auténtica irrupción ocurrió con El piano.

A ella le debían la estatuilla y se le entregaron por retroactivo, en parte gracias a que El Poder del Perro les funciona a los “boomers” de la academia para disimular que son un tanto misóginos y homofóbicos a la hora de repartir sus estatuillas fálicas.

Pero de todos modos, sus cambios responden a un encuadre “gatopardiano” y oportunista, en el que nada sale del esquema y el lugar común del siglo.

No en balde, como en una repetición de una ceremonia pasada, Coda es la Crash de 2022 que le ganó al Secreto de la montaña de la nominación a mejor película, reafirmando un patrón de desplante a un subgénero indie como el de la cinta queer de vaqueros, una redundancia semiótica y psicoanálitica, porque la crítica y el documental comprobó, desde antiguo, que los duelos al sol, el amor por las pistolas y los caballos, encubría la naturaleza gay de un género que permanecía en el closet, amén de los los consensos de una sociedad estrictamente pacata con los asuntos de la sexualidad, muy a pesar de los estudios del profesor Kensey, el cual demostró que el compás del erotismo norteamericano era amplio y diverso.

Hablando del tema, no se me olvida que en Coda los papas hacen un chiste con el asunto, uno bastante grueso y caricaturesco, que es lo único que se permite la meca al respecto, bajo el diseño de un Festival Sundance que ha elegido ser la antesala timorata del Oscar, un certamen que anticipa pornográficamente el destino conformista y cínicamente inocente de la industria alternativa.

Porque allí está hoy el dinero, el poder y el Oscar. Aunque a nadie le interese realmente qué es lo que allí se premia.

Importa más, precisamente, la coda que llaman conversación sobre el contenido, al margen del logro estético, de la calidad expresiva, del interés por afirmar alguna idea personal, fuera de los pactos y juegos de tronos.

Me dice Google que el significado de coda es: “parte que se añade al período final de una pieza musical, que con frecuencia suele ser la repetición de uno de los mejores motivos de la misma”.

En efecto, la academia ha santificado a Coda, porque su chatura y blandura enuncian el declive del cine, la muerte que más conviene al status, que es la de brindar la apariencia de un ciclo que ha llegado a su fin, a su búsqueda existencial y narrativa, por integrarse al régimen inclusivo del lenguaje triunfante en el streaming.

Coda es cualquier telefilme que antes pasaban como protector de pantalla de un canal como Hallmark. Un remake de la ya condescendiente Familia Bellier, incluso más interesante por ser la original y por tomar unos atajos experimentales que la elevan por encima del promedio de la comedia mainstream de Francia, que sueña con explotar los mercados internacionales.

La paradoja es que la versión americana prefiere contarse como documental, o gimmick neorrealista, al decantarse por un verdadero actor sordomudo como Troy Kutsor, que es de lo mejor de la producción.

Sin embargo, el truco de la verosimilitud de la fuente, no oculta que Coda es aún más tramposa que la primera versión, en cuanto se rodea de una serie de estereotipos como el profesor hispano, cosificado por una interpretación cringe de Eugenio Derbez.

La niña, después de mucho ir y venir, de pelear con la resistencia de los padres y el medio, consuma el sueño americano en el último acto, gozando de la aprobación y del estímulo de su entorno, que no es hostil, burocrático, claustrofóbico, enfermizo y odioso como el que sufrimos en la pandemia.

Así que el Oscar vuelve a maquillar el mundo con Coda, sin disimular que la guerra sigue ahí, que la procesión sigue por dentro en un planeta tan crispado y polarizado como el que escenificaron Will Smith y Chris Rock.

El karma de la academia ha sido quedar opacada por lo que Coda quiere disfrazar, sin éxito, la incomunicación de sus miembros, el conflicto, la violencia que es lo que de verdad mueve a Hollywood con sus tanques de acción, protagonizados por Will.

Con el prestigio y la credibilidad por el suelo, demos por concluido el capítulo del Oscar, no le demos más luz e importancia a Coda, y procuremos que el auténtico cine no renuncie a su papel de incomodar, de formularnos las preguntas correspondientes, de mostrarnos lo que las cámaras y los flashes de la temporada de premios, insisten en disimular y sacar de cuadro.