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La ciencia política y el fraude de sus no diletantes púgiles

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Lo admito apesadumbrado. En la Universidad de los Andes fue inútil interactuar provechosamente con numerosas personas a las cuales jamás interesó comprender que lo que significa academia, sus implicaciones políticas-conceptuales y trascendencia en un corpus vigoroso llamado sociedad. Los que ejercen cargos institucionales de mayor jerarquía en instituciones universitarias no se interesan en discutir asuntos políticos que urge dilucidar en el ámbito de la educación superior, en cualquier país del mundo más o menos civilizado. La docencia e investigación científica-tecnológica y humanística comportan responsabilidades que no admiten sino diletantes.

Cuando expresaba mi desacuerdo con la percepción equivocada y pueril que suele tener el vulgo sobre lo que significa ser un político, ciudadanos destinados a ejercer cargos públicos de envergadura, cuyas decisiones podrían socavar o menoscabar nuestros derechos y hasta pervertir nuestros deberes, los receptores de mi discurso filosófico mostraban aburrimiento. En las casas de estudios superiores suele discutirse, con fervor, sólo lo intrascendente, banalidades.

Estoy en situación de retiro estatutario, empero, mientras tenga lucidez, persistiré en esos temas de los cuales pocos quieren hablar: porque sus cerebros no parecieran aptos para el discernimiento. El ejercicio intelectual les genera prurito y malestar general, que son efectos físicos secundarios y molestosos afectándoles la ignorancia como goce o disfrute de la indiferencia [pariente de la pereza y atrofia mental]. Hoy les recuerdo, una vez más, que el mandatario es un simple empleado público obligado a presentarnos informes respectos a sus actuaciones. Para rescindir sus atribuciones administrativas o revocarlas. He aquí por qué:

a).- El [«mandante»] pueblo, que decide quién administrará las riquezas de su país, dicta un «mandato» [Lat. «mandatum»] que comporta un precepto o «asunto preconcebido».

b).- Sin menoscabo de sus derechos a recibir trato de honorable, debemos exigirle a cualquier aspirante presentar las razones por las cuales debemos examinarlo y aceptar que es un individuo «apto» para que podamos conferirle la dignidad de «mandatario» [Lat. «mandatarius»] en la Sociedad de Civiles. Virtud a un sufragio, digo, y no a la perversidad de actos violentos invistiéndolo «de facto».

c).- El principal de república firma un «contrato consensual» con nosotros [ciudadanos-propietarios temporales de la república], recibe un mandato que lo obliga a respetarnos y cumplir sus obligaciones legales, sin estratagemas evasivas como decretar estados de alarma o excepción que suelen prorrogar con propósitos innobles. Por ello, jurídicamente se infiere «que los ciudadanos le demandarán su responsabilidad [al mandatario] en caso de «incumplimiento» o «desacato». Todo lo expuesto debería ser inmutable, pero solo las víctimas de los usurpadores con mando sabemos que los actos electorales son «de cómics» y «ceremonia»: no son sino histrionismo universal. El varón o la mujer a la cual se le contrata firma, mira en derredor, ríe, se quita su agujereado manteo, celebra con una bacanal su triunfo y, cuando los asistentes a la fiesta están dopados, cambia la puesta en escena sin previo aviso e inexorablemente. «Mandar» deja de ser un verbo para convertirse en lamentable equivocación, calvario para quienes esperan ser conducidos a experimentar una vida mejor.

@jurescritor

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