Hay una especie que siempre circulaba en los pasillos de todos los cuarteles. Detrás de toda alcabala había un general o uno potencial. Un sol naciente. Cada vez que yo pasaba por una, me decía para mis adentros, esta es una casa de un sol naciente. Como la canción.
Usted se monta en su vehículo personal y arranca desde Nuorgan en Finlandia, que es el punto más al norte del espacio Schengen y cruza toda Europa hacia el sur, hasta La Restinga en las Islas Canarias, y su recorrido es libre de cualquier parada por autoridades militares y policiales. Salvo que haya ocurrido un crimen cercano y usted tenga cara de sospechoso. Del resto, su crucero es rueda libre, sin sobresaltos. Esa fluidez es válida cruzando Estados Unidos o Canadá. O cualquier otro país del primer mundo. En ningún tramo de la ruta se conseguirá usted algún funcionario militar o policial que le imponga arbitrariamente «oríllese a la derecha, ciudadano». Excepto que haya una movilización derivada de un crimen en la zona.
Una de las herencias militaristas más arbitrarias y abusivas –una abierta violación del derecho constitucional al libre tránsito– en Venezuela es la alcabala. En los 916.045 kilómetros cuadrados de la superficie criolla, no hay pueblito del interior que no esté limitado en sus accesos con una casita que ocupan guardias nacionales, policías, vigilantes de tránsito, defensa civil o bomberos. Custodiados con unas vanguardias absurdas de reductores de velocidad bien llamados policías acostados. A medida que te vas acercando al retén, vas preparando todos los documentos imaginables que te pueden pedir y un sencillo para cuando te pidan un papel insólito e imposible que te pondrá contra las cuerdas y sin defensas para que te disparen el inevitable ¿vas a dejar pa’ los frescos o el café?
En ese caserío donde te van a matraquear, a mansalva y sin ningún dolor, puede faltar la plaza Bolívar, la catedral, la logia masónica, el templo evangélico y la casa municipal de Acción Democrática, pero la casita que te da la bienvenida y te despide con menos dinero en el bolsillo es infaltable, la casita del sol naciente. La alcabala.
Si alguien me pidiera una breve descripción de la corrupción en Venezuela, yo la despacharía con dos palabras. La alcabala. Y es verdad. Esa instalación, móvil o fija, con guardias nacionales, con policías de cualquier cuerpo, con vigilantes de tránsito, con funcionarios de protección civil, con miembros del consejo comunal, infaltablemente con malandros o con ciudadanos serios y respetables de esa comunidad, puede describir en muchos tomos cómo la corrupción se normalizó en el comportamiento público y privado del venezolano. En la revolución, todo militar uniformado de cualquier componente que se respete, casi lo mismo que irrespetar al ciudadano que paga impuestos y cumple con las leyes, un día que amanece de malas pulgas y con poco o nada de efectivo, se pone de acuerdo con otros colegas y decide por inspiración no tan divina montar su alcabala y hace su día, y hasta el mes. ¿Hay otra descripción mejor? No lo creo.
El cromosoma de los dineros mal habidos y sin justificación reside en esa casita a las afueras del pueblo, cuyo origen es el control social, y desde donde se exprime a cualquier venezolano, sin importar su raza, clase o condición, con la amenaza velada de retenerte inicialmente, luego de detenerte formalmente por resistencia a la autoridad, y en estos últimos tiempos de militarismo desbocado y revolucionario, de desaparecerte si el escaneo inicial que se te haga, proyecta que ese carro, ese iPhone, esa ropa, ese anillo y el resto de las cosas que cargas en el maletero del vehículo, hablan por sí solas de otras de mayor valor en la casa. Secuestro seguro, muerte más segura y botín para la patrulla.
En Venezuela, el libre tránsito es una quimera. En épocas de fiestas, antes de llegar a esa casita, los vecinos se instalan con un mecate que levantan a ambos lados de la carretera, con una lata vacía, desde donde piden colaboración para la operación de fulano, o la coronación de fulana como reina de Carnaval o cualquier excusa para llenar el pote. Y usted accede a poner algo con el mismo temor –no quiere correr el riesgo de ser apedreado o que le rayen el vehículo– con el que le deja algo al policía o al vigilante de tránsito en la alcabala para el café. Otros, tratando de hacer más conexión emocional hacia el conductor, amagan con una pala y un pico en el mantenimiento a un hueco histórico en la carretera, con otra lata igual que van llenando de las colaboraciones. Esa es la misma alcabala del funcionario de protección civil o del guardia nacional que te vas a encontrar más adelante. O la del policía o el sargento del Ejército.
Como decíamos inicialmente, usted aborda su vehículo en la mayoría de los países del mundo, y transita libremente por caminos y carreteras, sin el temor de ser detenido por funcionarios militares o policiales en una alcabala y ser sometido al interrogatorio clásico, de dónde viene, adónde va, de dónde sacó ese racimo de cambur, dónde está la factura de ese anillo, qué va a hacer con tanto pescado, por qué carga tanto efectivo, de dónde sacó esos dólares. Solo un incidente previo de naturaleza criminal lo pone en la experiencia de enfrentarse al interrogatorio de una autoridad y que usted tenga cara de sospechoso. Y, sin embargo, pasa por un proceso donde sus derechos son respetados. En Venezuela, demostrar que eres inocente frente a una alcabala es de campeonato. Nadie se salva. Eres culpable desde el mismo momento en que cumples la orden –sí, la orden– de oríllese a la derecha, apague el vehículo y bájese. Y lo único que te alivia de la condena es que dejes para el café o para los frescos. A veces lo que dejas es la vida.
En la alcabala, un producto de factura completamente militarista de principios del siglo XX, se origina todo el ADN del Estado venezolano y el morbo de la corrupción de estos últimos 100 años, que se ha ido acentuando hasta niveles siderales en los 23 años de revolución, donde el empoderamiento del civil haciendo yunta con el militar en esa vaina que se institucionalizó como la fusión cívico-militar; que es un batiburrillo de militares, policías, vigilantes de tránsito, protección civil y miembros del consejo comunal encuevados en la casita de las afueras del pueblo, bajando de la mula al casi extinguido ciudadano de bien, que paga sus impuestos, que cumple las leyes y que aún no ha emigrado y espera hacerlo. Eso ocurre en la alcabala. En la casita del sol naciente o que ya alumbra.
En algún momento la revolución roja rojita se extinguirá. Más por fastidio, por aburrimiento y por rutina, que por eficiencia del liderazgo opositor, y la alcabala estará allí, incólume, eterna y trascendente, como la torre Eiffel, las pirámides de Giza o las cataratas del Niagara, dándole la bienvenida al visitante de cualquiera de los 335 municipios del país o en las múltiples avenidas y barriadas de la capital de la república con los infaltables conos anaranjados en correcta formación, como los cadetes de la guaracha de la Billo’s.
En algún momento, los funcionarios venezolanos, ya próximos a la jubilación y con ese modo de vida incrustado en lo más profundo de la conciencia social dirán: “Con los reales de mis prestaciones voy a construir mi propia alcabala… para trabajar por mi cuenta con la familia”.
Esa construcción en las afueras del pueblo, parece que continuará siendo la casa de un sol naciente o en pleno esplendor. La alcabala ya es parte del ADN criollo.