Eduardo Carranza falleció en Bogotá el 13 de febrero de 1985, un mes después que el Reino de España concediera el Premio Cervantes a Ernesto Sábato, presea a la que aspiraba el poeta desde la llegada al poder de Belisario Betancur, íntimo amigo de Felipe González. En octubre de 1984 Carranza había sufrido, en uno de los hotelitos que frecuentaba en La Moncloa, una suerte de apoplejía que terminó por llevarle a la muerte. Sus restos mortales fueron depositados en el cementerio de Sopó por el mismo presidente de la república y una comitiva de la que hicieron parte varios de los ministros del despacho, el jefe del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán; el ex presidente Carlos Lleras Restrepo; la directora de Colcultura, Amparo Sinisterra de Carvajal; Gustavo Esguerra, gobernador de Cundinamarca e Hisnardo Ardila, alcalde de Bogotá.
Ya para entonces su hija había pensado que, al deceso del padre, los numerosos objetos y materiales bibliográficos que le pertenecían debían ir a parar a algún lugar donde sirvieran para el estudio de la poesía. Mientras meditaba en ello, en las oficinas de la revista Nueva Frontera donde trabajaba, Genoveva Carrasco comentó, en presencia de Darío Jaramillo Agudelo, ya casi el poderoso gerente cultural del Banco de la República, cómo una casa de inquilinato de La Candelaria donde había muerto José Asunción Silva y pasado días amargos Aurelio Arturo, estaba en venta y en franco deterioro. Para junio la casa estaba en manos de la corporación que regentaba Carrasco, que murió a manos de su propio hijo, quien le propinó veinte puñaladas, mientras se desempeñaba como embajadora en Israel en 1995.
Justo un año después de la muerte del poeta y a seis meses del holocausto del Palacio de Justicia y la catástrofe de Armero, el 24 de mayo de 1986, el presidente Belisario Betancur inauguró la Casa Silva, cuyos trabajos de restauración recuperaron el esplendor de los mascarones y las viñas, los demonios sonrientes de los rincones de la sala, las ostentosas crestas que coronan las puertas y los rosetones del patio que entrelazan conchas de nácar con delfines y tridentes de tritones. Como si se tratara de un palacete y no de una casa de inquilinato, el restablecedor colocó en las habitaciones y los corredores lámparas y arañas decimonónicas, y en las puertas y ventanas los herrajes, cerraduras y pomas originales compradas a desorbitantes precios en las anticuarias bogotanas de Chapinero, haciendo que los bastidores dieran la apariencia de la arquitectura republicana, con vidrios de colores fabricados por artesanos del barrio Egipto. Un inmenso salón fue habilitado con tres de los cuartos de habitación del costado oriental del primer patio para poner allí los libros de Eduardo Carranza, comprados generosamente por la Corporación La Candelaria y el Banco de la República, mientras en el segundo patio se levantó un precioso comedor público administrado por Juan Francisco Samper, hermano de quien sería el presidente más corrupto de la historia del país, elegido con los caudales de los hermanos Rodríguez Orejuela como quedó confirmado en una carta dirigida al entonces presidente Pastrana Arango, desde la cárcel de La Picota, mientras esperaban ser extraditados a Estados Unidos.
El cuarto donde se suicidó Silva fue destinado al despacho de la directora, desde donde pudo alegrarse, mientras departía con sus numerosos invitados rociando las charlas con buenos caldos peninsulares y destilados de malta de Escocia, con las azaleas que engalanaban el patio, a sabiendas que allí, durante años, los vecinos habían depositado flores y encendido cirios para el alma del difunto.
Tres meses antes de la inauguración de la casa, el régimen celebró el primer aniversario de la muerte de Eduardo Carranza con una fanfarria que intentaba relegar las tragedias vividas a finales del año anterior, que aún retumban en la memoria de los colombianos.
El 13 de febrero de 1986 el gobierno se trasladó, en una caravana de trescientos vehículos, desde la capital hasta el cementerio de Sopó, donde en presencia de Rosa Coronado, esposa del poeta, sobrina de la escritora mamerta Elisa Mújica, convertida al catolicismo en la España franquista y uno de los más ardientes amores del poeta, junto a sus hijos Ramiro, María Mercedes, Juan y la nieta Melibea, el médico Ernesto Martínez Capella hizo un recuento de los años de la aparición de Piedra y cielo. Luego la enorme comitiva se trasladó a la Hacienda Yerbabuena, en cuyo oratorio fue oficiada una misa concelebrada por el capellán del Instituto Caro y Cuervo y jefe del departamento de historia cultural, monseñor Mario Germán Romero y por el padre Manuel Briceño Jáuregui, jefe de filología clásica, quien predicó una homilía en su honor.
Terminada la misa los asistentes se mudaron al Paseo de los Poetas frente a la casa de la hacienda, y Betancur con Rosa Coronado descubrieron un busto de Carranza ejecutado al natural por el escultor franquista Emilio Laíz Campos, el mismo que hizo la colosal escultura del almirante Blas de Lezo y Olavarrieta, mejor conocido como Patapalo, o Mediohombre, donde el vate llanero, al contrario de su habitual atavío bogotano, cuando vestía capa española de cristianos viejos y boina vasca, aparece con una ruana antioqueña y la cabeza descubierta.
Se dijo entonces que el torso, que estuvo durante años en el patio trasero de la casa del poeta, azotado por el defecar de las palomas, había sido donado al instituto para la ocasión, pero según indicó esa misma mañana el periodista Rogelio Echavarría, que tenía por qué saberlo, lo habían vendido por 2 millones de pesos de entonces. Acabado este acto los invitados pasaron al comedor y allí, entre vinillos y carnes de aves de corral, Alberto Dangond Uribe presentó una cinta fonóptica con la voz de Carranza leyendo Epístola mortal. Noemí Sanín Posada, ministra de comunicaciones, la misma que obligó a la radio a trasmitir un partido de futbol mientras retomaban a sangre y fuego el Palacio de Justicia de las manos del M-19, puso en circulación un millón de estampillas con la efigie del vate diseñada por Carlos Dupuy.
Algunas de las anécdotas de esa celebración típica de los años del gobierno de Belisario Betancur son memorables. Según Nicolás Suescún, dos de los asesores del presidente, Afán Buitrago y Hernando Valencia Goelkel no cumplieron la cita mañanera en la Casa de Nariño para acompañar al presidente porque se habían amanecido catando vodka y fumando marimba con el poeta Fernando Arbeláez en casa del segundo. El presidente, enterado de las circunstancias, envió un pequeño helicóptero de la policía a recogerles, que aterrizó en un parquecito que había frente al apartamento de Valencia, esperando por ellos casi cuarenta minutos hasta que mediante fuertes tomas de café amargo lograron despabilar al ensayista de Mito y subiendo al aparato remontaron el vuelo y llegaron a la cita de Yerbabuena aun cuando habían perdido la de Sopó. Fue a ellos que Rogelio Echavarría, que había llegado puntual a la cita y estaba frente al busto de Carranza con su gabardina inglesa doblada sobre el brazo izquierdo, les contó de la transacción de la pieza del retratista de toreros y diplomáticos de Vicálvaro.
Según un informe parcial del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá, la Fundación Casa de Poesía Silva recibió, entre los años 1998 y 2005 la bicoca de 3.870.096. 355 pesos., tres mil ochocientos setenta millones noventa y seis mil trescientos cincuenta y cinco pesos. Datos de solo seis años, cuando “menos” dinero recibió de parte del distrito capital. No hay informes del dinero recibido entre 1986 hasta 1998, otros 12 años. Y faltan los del Ministerio de Cultura y los que nunca sabremos, de la empresa privada, que en últimas fue también dinero público. El año pasado, 2019, un informe de la alcaldía bogotana sostenía haber donado a Casa Silva unos 1.000 millones de pesos, sin contar los costos del comodato de la casa misma.
Todas esas enormes sumas fueron dilapidadas en eventos espectaculares como las suntuosas ediciones de Historia de la poesía colombiana donde se ha ignorado, como en los tiempos de Stalin y a conveniencia de los directores de la Casa, los poetas incómodos u odiados; los reiterados Encuentros de poetas y escritores hispanoamericanos, los eventos en diversas ciudades de La poesía tiene la palabra, y las ruidosas lecturas de nadaístas y ex presidentes, criticadas con seudónimos por el solapado tallerista Juan Manuel Roca desde las páginas del Magazín Dominical de El Espectador que él controlaba; las revistas anuarios que recogían las conferencias y que también excluían los esfuerzos de otros colectivos en todo el territorio, cuando no recibían el nihil obstat de la directora o los talleristas; el Premio Eduardo Carranza o el Premio Silva [otorgado a escritores de segunda, pero benefactores de la señora Carranza como Mario Rivero, Fernando Charry, Hernando Valencia, Héctor Rojas y Rogelio Echavarría] o el Premio Pegaso, concedidos siempre a dedo y con gajes millonarios en pesos y en miles de dólares y la celebración no solo del centenario de la muerte de Silva, con exposiciones itinerantes por toda la nación y el mundo, sino también la llegada al medio siglo de la propia directora con un gran holgorio en la Embajada de Colombia en Madrid, en el palacete de la calle Martínez Campos, cuando era embajador Ernesto Samper Pizano, adonde volaron unos quince con celebrantes como Darío Jaramillo Agudelo, Genoveva Carrasco, Alejandro Obregón, Azeneth Velásquez, Pilar Tafur, Pedro Alejo Gómez, Carmen Bravo, Marta Álvarez, Daniel Samper Pizano, Patricia Lara, Carlos Castillo, Luis Alfredo Sánchez, etc., visitantes asiduos al cercano Café El Espejo de Recoletos 31, donde el futuro presidente de los colombianos departió en más de una ocasión con Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, sus futuros electores.
María Mercedes Carranza hizo entonces de la poesía un instrumento de la demagogia política aduciendo, en numerosas ocasiones, que la lírica podía sanar las heridas de una sociedad violenta y enferma como la colombiana de los años de la república del narcotráfico. Como había sucedido durante la violencia de los años cincuenta con el nadaísmo, ahora de nuevo la poesía servía como divertimiento y distracción de vastos sectores de los pauperizados habitantes de las grandes ciudades como Bogotá, Barranquilla, Medellín o Cali, donde actuó la señora Carranza con sus programas La poesía tiene la palabra, Alzados en almas, Descanse en paz la guerra, eligiendo unas veces el mejor verso de amor, de algunos de sus amigos, o el más excitante verso erótico de alguna poetisa recién venida.
Numerosas fueron desde entonces las críticas a estos eventos. Uno de sus acérrimos detractores, el polígrafo Héctor Abad Faciolince, sostuvo en dos artículos titulados «Poetastro de la poetambre» y «36 millones de poetas» cómo se hastiaba al enterarse de la pululación de encuentros, festivales, olimpiadas, bazares, homenajes, lecturas, revistas, congresos, concursos, becas de por y para poetas ricos, pobres, bosnios, cubanos, antioqueños, ingenieros, viejos, niños, reencarnados y muertos.
Pero el evento cumbre de su carrera como directora de la Casa Silva, y quizás el que le condujo a la muerte, fue la celebración del matrimonio entre el ex presidente Belisario Betancur y la ex de Teodoro Petkoff, la ceramista venezolana Dalita Navarro.
En colaboración con Adriana Mejía, directora del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, del alcalde Enrique Peñalosa, el neochavista Enrique Hernández de Jesús y el propietario de Arte Dos Gráfico, Luis Ángel Parra, organizaron una suerte de Sexual and Poetry Performance invitando a más de 60 escritores extranjeros quienes junto a otros 40 nacionales anunciaron las Bodas de Canaán entre el responsable del holocausto del Palacio de Justicia y la distinguida damita caraqueña.
Bogotá estaba literalmente sitiada por las FARC durante el gobierno de Andrés Pastrana, cuando al final de la década fue mayor la degradación del conflicto armado y se generalizaron las tomas armadas de poblaciones, las desapariciones forzadas, las masacres indiscriminadas de civiles, el masivo desplazamiento forzado y los secuestros colectivos de civiles, militares y políticos. Según se informó, a los poetas y narradores extranjeros se les retuvo por ocho días en apartamentos individuales de las Residencias Tequendama, guardaespaldas incluidos, con servicio de limusina landaulette y chofer bilingüe. Los nacionales fueron tratados de varias maneras, de acuerdo con los estratos a que pertenecían y al grado de lambonería que rendían al novio de marras.
El 23 de agosto, BB inauguró el jolgorio con un discurso en la Plaza de Bolivar. “Un tema, dijo el lírico de Amagá, presidirá el encuentro: el amor y la palabra El amor en todas sus manifestaciones y con todas sus connotaciones”. Belisario contrajo nupcias el viernes 20 de octubre, en una ceremonia oficiada por monseñor José Miguel Huertas, a la que asistieron los ex presidentes Alfonso López Michelsen, César Gaviria y Ernesto Samper. La boda fue amenizada por la abogada suiza y seudo mezzosoprano Martha Senn y la comida confeccionada por Harry Sazón. Entre los invitados estaban Alfonso López Caballero, el embajador de México, María Mercedes Carranza, Gloria Zea, Cristina Pignalosa, el embajador de Salvador, Noemi Sanin, el ministro Juan Manuel Santos, el codirector de El Tiempo Rafael Santos Calderón, María Eugenia Rojas de Moreno Díaz, María Emma Mejía, Samuel Moreno Rojas, etc. Según el mestizo redactor de El Tiempo Oscar Collazos: “Había que estar loco para organizar un Encuentro de Escritores y proponer que la palabra y el amor sean sus temas centrales”; y para el nadaísta Eduardo Escobar “poetas, novelistas, ensayistas, en diversos escenarios de la ciudad hicieron profesión de fe en el futuro y declararon su amor por la vida en este país descosido por los rencores, donde la poesía es locura y la masacre la normalidad”.
La Alcaldía de Bogotá y la Fundación Casa Silva publicaron una lujosísima memoria del evento con unas horrendas fotos de Hernández de Jesús, donde cada autor escribía unas frases para celebrar el amor y la palabra. Allí están las declaraciones de amor a Colombia de “escritores” como Alfonso Chase, Alfredo Pita, Bárbara Gowdy, Edwidge Danticat, Gonzalo Lema, Gonzalo Rojas, Griselda Gámbaro, Jorge Enrique Adoum, Jorge Riechmann, José Pablo Feinmann, Josefina Aldecoa, Juan Luis Panero, Julio Escoto, Luis Alberto Crespo, Manlio Argueta, Marcio Veloz, Margarita Laso, Nélida Piñón, Pedro Shimose, Rafael Alcides, Raúl Zurita, Soledad Puértolas, Estefanía Mosca, Thiago de Mello y los nacionales, que eran reconocidos por BB como sus pares, Andrés Hoyos, Arturo Alape, Bernardo Hoyos, Darío Jaramillo, David Sánchez, Enrique Serrano, Felipe García, Germán Espinosa, Gloria Valencia, Hugo Chaparro, Jaime García, Jaime Sanín, Jorge Franco, Jorge Orlando Melo, Juan Felipe Robledo, Luis Fernando Afanador, Margarita Vidal, Mario Rivero, Roberto Burgos, Rogelio Echavarría, Samuel Jaramillo, Santiago Mutis y William Ospina.
Luego de la muerte de María Mercedes Carranza algunos acuciosos sostuvieron que una de las causas de su suicidio eran las demandas por malos manejos del dinero público que ella había tenido al frente de Casa Silva, tanto en este evento, como en la fiesta que para celebrar sus 50 años hizo en Madrid, cuando era embajador ante el reino de España su amigo Ernesto Samper. Otro tanto había hecho Azeneth Velásquez en Cartagena, también acusada de haber recibido una fuerte suma de dinero del gobierno de Samper. Todo, dicen las buenas lenguas, promovido por una feroz militante del Partido Comunista, cuota de las FARC en el gabinete del primer gobierno del pervertido y ladronzuelo Antanas Mockus, cuyo alias es Rocio Londoño. Carranza y Velásquez palmaron en circunstancias parecidas y no aclaradas plenamente. Se dijo también que habían sido víctimas de sus dealers, que les engañaban con perica mal cortada. Los distribuidores habrían sido algunos de los ayudantes líricos de Casa Silva.
A la muerte de Carranza Coronado la casa pasó a las manos de Pedro Alejo Gómez y a pesar de las descomunales estadísticas que ofrece para demostrar la promoción que hace de la poesía: 8.500.000 personas habrían cruzado el umbral de su puerta; 816 eventos se habrían realizado en el pequeño auditorio; 3.147 grupos de niños habrían recorrido sus patios y habitaciones; 3.500.000 habrían oído poemas en la fonoteca y otro 1.500.000 habría comprado poemas para regalar, las críticas al sucesor de la fundadora han sido numerosas y cáusticas, como una nota, publicada en un diario de provincias, donde un antiguo aliado le critica no haber asistido a un homenaje en honor de aquella porque estaba dedicado a escribir un prólogo a un libro de “poemas” del entonces presidente del Senado, Roy Barreras, tránsfuga de todos los partidos y ahora punta de lanza de la implacable lucha de Juan Manuel Santos contra el partido de Álvaro Uribe, padrino de uno de los hijos del tal Barreras, el más fariano de los farianos de hoy. En junio de 2014, 90 pretendidos poetas publicaron una carta en la revista Arcadia en la que sostuvieron que como en La República de Platón, Gómez había desterrado de la Casa Silva a los poetas, porque según le había aconsejado Ernesto Samper, su protector, allí, como en un manicomio, debía estar todo el mundo, menos ellos.
Pedro Alejo Gómez es el hijo único del intelectual liberal Pedro Gómez Valderrama, ministro de Gobierno y Educación de Guillermo León Valencia, cuando se implementó en plan ATCON para la disolución de las humanidades y las ciencias sociales en la secundaria y la educación superior, y como se ha recordado, la inclemente caza de un centenar de campesinos comunistas, comandados por Manuel Marulanda, alias Tirofijo, que en ese entonces no cultivaban coca. Embajador en Holanda, delegado por Colombia ante la Corte de Arbitraje de La Haya, conjuez del Consejo de Estado y delegado ante la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, se hace llamar el Poeta de las Tirantas y hace años solo permite entrar a su oficina a su perro Ganda, y hasta hace poco, a su asesor y protegido Juan Manuel Roca, doctor honoris causa de varias de las universidades nacionales. El salario del embajador Alejo es de unos 15 millones de pesos colombianos, mensuales.
Y para mayor gloria de la Casa Silva, hace unos meses, una empleada, hoy jubilada, ha develado la gran estafa de que ha sido víctima de parte del director Pedro Alejo Gómez, miembro de número de la Real Academia Colombiana de la Lengua. Según la señora Doris Amaya, que trabajó en la Casa por treinta años, en enero de 2016 el señor director solicitó a su secretaria el préstamo de 36 millones de pesos de su cesantía laboral que permanecían en una institución financiera, adonde le acompañó a retirar el dinero y como prenda le dio un cheque de la Casa Silva, fechado un año antes, en 2015, lo que le hacía inválido desde el mismo momento. El dinero, contante y sonante, nadie sabe hoy si fue a parar a las arcas de la Casa o al bolsillo del abogado de la Universidad del Rosario, pero lo cierto es que, hasta la fecha, y luego de haber, prácticamente, cesado a la señora Amaya, no le ha devuelto su dinero, ni le ha pagado los intereses prometidos, que suman, a la fecha más de 40 millones de pesos.
Lo asombroso del caso es que la junta directiva de la Fundación Casa Silva, integrada por personajes de la talla del francés Jean Claude Bessudo, dueño de la empresa de turismo Aviatur, presidente de Anato, de la Cámara de Comercio Colombo Francesa, doctor honoris causa de la Universidad del Rosario; Jaime Castro, ministro de gobierno de Belisario Betancur y alcalde de Bogotá; Hernán Beltz Peralta, ministro de Obras Públicas de Belisario Betancur y ex presidente de la Bolsa de Valores de Bogotá; o el doctor Jaime Galarza, quien fuera por una década rector de la Universidad del Valle, que ha concedido numerosos doctorados honoris causa, y ha sido calumniado y vilipendiado, no diga “esta boca es mía” sobre el asunto y la corruptela del acusado del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, elegido por la mafia del narcotráfico como el quinto presidente de la República del Narco. Sin duda, también la junta es un apéndice del samperismo y el serpismo.