OPINIÓN

La casa de las emociones

por Carlos Paolillo Carlos Paolillo

Lídice Abreu

La segunda mitad de la década de los años ochenta es considerada como un tiempo signado por el surgimiento de creadores, que en nombre de la nueva coreografía tomaron la escena venezolana de la danza. Lídice Abreu pertenece a ellos y en su momento se reveló como una voz inédita interesada en la experimentación meticulosa y profunda, con la que intentaba comunicar de manera particular su mundo íntimo violento.

La formación de esta bailarina, coreógrafa y videoartista es fundamentalmente académica dentro del ballet clásico y la danza contemporánea, esta última a la que se acercó por necesidades expresivas y temperamento. Ciertamente, una suerte de volcán vivía dentro de ella, amenazando con hacerse evidente en cualquier momento. Abreu fue partícipe como intérprete de obras referenciales de las compañías Danzahoy y Acción Colectiva. Como novel creadora fue entusiasta participante del Festival de Jóvenes Coreógrafos, donde se reveló en toda la singularidad y la contundencia de su discurso.

Sus primeras obras de danza, presentadas en la transición de los años ochenta y noventa, desvelaron una personalidad enigmática, sorprendentemente sencilla y desprovista en su aspecto formal, al tiempo que profundamente compleja en su dimensión emocional. Conflictos humanos insalvables en medio de una aniquilante cotidianidad, caracterizaron este tránsito dificultoso pero finalmente revelador, que penetraba hondamente en agudas realidades individuales y sociales.

La imposibilidad de plenitud en la pareja, los traumas de una infancia solitaria, el descubrimiento del amor adolescente y la violenta desesperanza ante la muerte, fueron temáticas abordadas por Abreu con exigencia y rigor extremos, que le otorgaron personalidad y trascendencia como creadora. Los códigos de una nueva danza expresionista de notables intereses teatrales, que comenzaban a ejercer fuerte influencia en la danza contemporánea de aquellos tiempos, adquirieron a través de sus obras un sentido de pertenencia  particular al dotar  a su vocabulario de sólido sentido de identidad.

Y seguimos viviendo. Intérpretes Miguel Issa y Marieli Pacheco. Foto. Miguel Gracia

Pronto, sintió la necesidad de abordar espacios escénicos no convencionales, en la búsqueda de un ámbito para ella más acorde con sus mitos y realidades. Esa indagación la llevó incluso a redimensionar su relación con el hecho escénico y a vincularlo definitivamente con las artes audiovisuales.

Precisamente, como consecuencia de esta exploración imperiosa en ámbitos de representación más veraces, Abreu se planteó una experiencia que reuniría sus obras y sus personajes en el lugar escénico exacto donde sentía debían pertenecer, no otro de la Casona Anauco Arriba de San Bernardino, antiquísima casa de hacienda que al momento de concebirse la idea mostraba un estado de total abandono.

Nació así En la casa de al lado (1993), evidencia del  tránsito de la creadora por vericuetos internos de una emocionalidad difícil de compartir. Se trataba de la integración de sus cinco obras iniciales: Y seguimos viviendo, Aqua, La casa de los gatos, Rosa de sonrojos y Parentalia. El desamor, la soledad, el fracaso existencial, las vivencias de la infancia, la nostalgia, la espera del amor romántico y la muerte como expectativa dolorosa y ritual mágico religioso. Todo confluía en el universo de Abreu, donde la corporalidad y la teatralidad encontraban un inquietante punto de encuentro.

En la casa de al lado se convirtió en un hito de las artes escénicas nacionales. A su hondo planteamiento conceptual, se unieron una estrategia de producción que abarcaron aspectos dancísticos, teatrales y cinematográficos, además de un elenco que aún resuena en el recuerdo, integrado por Miguel Issa, Claudia Capriles, Jacqueline Simonds, Carmen Ortíz, Eleonora González, Marieli Pacheco, Manuel Pérez, Daniela Pinto, Martha Carvajal y Silvia Aray, junto a los músicos Raúl Abzueta. José Ángel Fernández, Henry Rojas y Ruper Vásquez.

Lídice Abreu desconcertó y conmovió. En la casa de al lado se hicieron visibles los laberintos internos de una interioridad compleja. Fue sorprendido quien tuvo el privilegio de ser testigo.

Rosa de sonrojos. Intérprete Manuel Pérez. Foto. Miguel Gracia