Tenía que suceder. En algún momento, Venezuela iba a entrar en el debate electoral en Estados Unidos. Ahora que lo ha hecho, probablemente siga siendo un tema importante. Venezuela, después de todo, representa el mayor colapso económico del continente americano, el mayor incremento de la pobreza, la peor hiperinflación y la mayor migración masiva de los últimos siglos.
También es un caso en el que terminar con la pesadilla –y la amenaza para la estabilidad regional que representa– se ha vuelto una de las principales prioridades de política exterior de Estados Unidos. Es una de las pocas políticas del gobierno de Donald Trump que cuenta con un amplio respaldo bipartidista, como quedó demostrado en la gran ovación que recibió el presidente encargado Juan Guaidó durante el discurso del Estado de la Unión en febrero.
Sin embargo, la tragedia de Venezuela está siendo utilizada como un arma político-partidista en la carrera hacia las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre. Según Trump, Venezuela demuestra el fracaso del “socialismo”, y los demócratas son “socialistas”. Supuestamente, si los votantes sustituyeran a Trump por un demócrata, Estados Unidos sufriría el mismo destino que Venezuela.
Claramente, este es un argumento descabellado. Los demócratas han estado al frente de la Casa Blanca durante 48 de los últimos 87 años y, en general, a Estados Unidos le ha ido bastante bien.
Pero Bernie Sanders, el favorito en la primaria demócrata, no es un demócrata tradicional. De hecho, ni siquiera es miembro del partido. Él mismo se define como socialista democrático, no como un socialdemócrata, y sus declaraciones pasadas sobre Fidel Castro, así como sus viajes a la Unión Soviética y a Nicaragua, reflejan su apoyo de décadas a la izquierda radical.
Los seguidores de Sanders destacan que el socialismo que él tiene en mente es la socialdemocracia al estilo escandinavo. Pero Sanders aún no ha articulado ninguna diferencia ideológica o política con las tiranías indeseables que ha respaldado, y se siente incómodo hablando del tema. Por el contrario, ha tendido a responder con la defensa tipo “Mussolini hizo que los trenes anden a tiempo”.
Existen, por supuesto, otras lecciones políticas que aprender de Venezuela. El economista y premio Nobel Paul Krugman responsabiliza por el destino del país a los generosos programas sociales durante los años del boom petrolero (2004-2014). Cuando el precio del petróleo cayó, el gobierno recurrió a la impresión de dinero para financiar los consiguientes grandes déficits fiscales, y esto condujo a la hiperinflación. Según este discurso, el problema fue que había buenas intenciones, pero una mala gestión macroeconómica, no “socialismo”. Por el contrario, Moisés Naím y Francisco Toro culpan principalmente a la cleptocracia por el colapso de Venezuela.
Ambas son partes importantes de la historia del chavismo, pero ninguna le da al “socialismo” su debido lugar. Es más, al igual que Sanders, no explican cómo se diferencia el “socialismo” en Escandinavia de la versión tropical.
Por cierto, estos dos sistemas son prácticamente polos opuestos. El sistema escandinavo es profundamente democrático: la gente utiliza al Estado para darse a sí misma derechos y autonomía. Un sector privado pujante crea empleos bien pagados, y las relaciones de colaboración entre capital, gerencia y trabajadores sustentan un consenso que hace hincapié en el desarrollo de capacidades, la productividad y la innovación. Es más, dadas sus poblaciones relativamente pequeñas, estos países entienden que la apertura y la integración con el resto del mundo son fundamentales para su progreso. Se han fijado impuestos lo suficientemente altos como para financiar un Estado benefactor que invierte en el capital humano de la gente y la protege de la cuna a la tumba. La sociedad ha sido lo suficientemente poderosa como para “encadenar al Leviatán”, como dicen Daron Acemoglu y James A. Robinson en su último libro.
El chavismo, por el contrario, consiste en desempoderar plenamente a la sociedad y subordinarla al Estado. Los programas sociales que menciona Krugman no son un reconocimiento de los derechos de los ciudadanos, sino privilegios concedidos por el partido gobernante a cambio de lealtad política. Grandes sectores de la economía fueron expropiados y puestos bajo propiedad y control del Estado. Esto incluyó no solo la electricidad, los servicios petroleros (la producción de petróleo ya había sido nacionalizada en 1976), el acero, las telecomunicaciones y los bancos, sino también empresas mucho más pequeñas: productores lácteos, fabricantes de detergente, supermercados, caficultores, distribuidores de gas de cocina, barcos y hoteles, así como millones de hectáreas de tierra cultivable.
Sin excepción, todas estas empresas colapsaron, incluso antes de que el precio del petróleo se derrumbara en 2014. Por otra parte, el gobierno intentó crear nuevas empresas estatales a través de asociaciones con China e Irán: ninguna de ellas está en funcionamiento, a pesar de miles de millones de dólares de inversión.
Además, los controles de precios, de las divisas, de las importaciones y del empleo tornaron prácticamente imposible la actividad económica privada, lo que desempoderó aún más a la sociedad. Se suponía que los precios tenían que ser “justos” y no vinculados a la oferta y la demanda, y por ende fijados por el gobierno, lo que llevó a desabastecimiento, mercados negros y oportunidades de corrupción y cleptocracia, mientras un gran número de gerentes y emprendedores eran encarcelados por violaciones de los “precios justos”. Durante el boom petrolero de 2004-2014, mientras se destruía la agricultura y la industria, el gobierno ocultó el colapso con importaciones masivas, que financió no solo con los ingresos petroleros, sino también con un inmenso endeudamiento externo. Obviamente, cuando los precios del petróleo cayeron y los mercados dejaron de prestar en 2014, la farsa ya no se pudo mantener. Y la farsa era la versión chavista del socialismo.
¿Pero cuál es la versión de Sanders? Un salario mínimo más alto, atención médica universal y libre acceso a una educación superior pública, como señala, son la norma en la mayoría de los países desarrollados y definitivamente no son socialistas en el sentido chavista, cubano o soviético de la palabra.
Por otra parte, Sanders casi nunca tiene algo positivo que decir sobre los emprendedores y las empresas exitosas, sean grandes o pequeñas. Es verdad, quiere justificar impuestos más altos para financiar sus políticas sociales, pero necesita de hecho que las empresas sean productivas y rentables para que paguen más impuestos. ¿Su socialismo, entonces, tiene que ver con la cooperación para empoderar al pueblo mientras impulsa a la economía, o con empoderar al Estado para ejercer un control más coercitivo sobre las empresas?
Esta pregunta debe ser respondida por razones tácticas, porque la carta de Venezuela también puede jugarse en contra de Trump. Después de todo, el chavismo ha politizado el uso de la policía y el Poder Judicial, ha pisoteado a la prensa libre, ha tratado a los opositores políticos como traidores y enemigos mortales y se ha entrometido con la imparcialidad de las elecciones. ¿Suena familiar? Ahora bien, el opositor de Trump en noviembre no puede pasar de la defensa al ataque con la carta venezolana hasta que la “cuestión del socialismo” no se aborde como corresponde.
Los votantes en las primarias demócratas hoy tienen derecho de saber si Sanders entiende lo que diferencia a Escandinavia de Venezuela. Además, deberían querer saber si su candidato luchará, junto con la coalición existente de 60 democracias de América Latina y del mundo desarrollado, para poner fin a la dictadura de Venezuela y restablecer los derechos humanos y la libertad.
©Project Syndicate, 2020