Me planteo una muy somera interpretación de lo que nos ocurre como degradación política y del Estado en nuestra actualidad venezolana desde el análisis de la obra de Rabelais que realizó Mijail Bajtin en su iluminador texto La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. La idea es que percibamos los elementos «carnestolendos» de los que se vale el régimen del terror para tratar de darse un aire artificioso de popularidad que ha perdido hoy casi por completo. En este primer esbozo me detendré en el Carnaval y la risa, con levedad. En próxima entrega lo haré en la idea del realismo grotesco.

Es obvio que tanto Chávez como ahora, dándole plena continuidad, Maduro se plantearon el derrumbe de todas las imágenes, símbolos y valores que se habían consagrado en lo que denominaron la «cuarta república».  En ese sentido se enfocaron, como en los antiguos rituales carnavalescos, en descomponer hasta la risa, que según Bajtin «degrada y materializa» toda concepción «oficial», todo acto y toda forma de contacto con los venezolanos, aprovechándose también de la arraigada concepción humorística (cultural, social y también política) de nuestros ciudadanos. Está demostrado que somos básicamente dados a la informalidad, a la determinación jocosa del mundo y de nuestro estar en él. A eso apelan, para artificialmente, repito, tratar de imponer un «estilo». Eso se asemeja en demasía a los planteos de Bajtin en cuanto a ignorar toda distinción, al principio humano (Bergson) de la risa, a la fiesta arraigada en «el mundo de los ideales». Ese entresacar en lo popular para atraerlo y explotarlo se funda en el «reino utópico de la universalidad, de la libertad, de la igualdad y de la abundancia». Muy cercano al ideal comunista en los encantamientos que cree producir; cuando ocurre, como vemos, justo lo contrario: se aferra en el cercén de todas las libertades y nos aleja a diario de alguna abundancia en algo que no sea represión, contracción, vulneración, opresión y terror.

Para Bajtin entonces existía «el Carnaval en el que todos eran iguales y donde reinaba una forma especial de contacto libre y familiar entre individuos normalmente separados en la vida cotidiana». También una risa ambivalente alegre y burlona, sarcástica, que amortaja y resucita a la vez. Con las naturales separaciones temporales y de pérdida de cosmovisión del asunto, podríamos decir que el fenómeno que se ha experimentado en Venezuela tenía un basamento de ese modo igualador, demoledor de las formas rituales de lo oficial, en busca de lo jocoso, risueño, para dar la imagen de cercanía, de acabamiento de roles de direccionalidad. Una degradación que si bien, en general, algunas personas disfrutaron y alentaron un tiempo también se cansaron de ella y se vieron enormemente afectados por ella. Olvidaron los sostenedores del poder que el carnaval tiene una duración temporal, que la ruptura con el funcionamiento «oficial» de la vida cotidiana no puede poseer carácter permanente.

Así, podemos apreciar todos estos años la desfiguración de todas las formas en los actos oficiales: las caídas de jerarquías, normas, valores, tabúes religiosos, políticos y morales corrientes, como señaló Bajtin. También el empleo de un lenguaje altisonante, repugnante, cargado de groserías, de gestos ampulosos, vergonzosos, generados a propósito de esta búsqueda carnavalesca, ridícula, obscena. Todo programado artificiosamente para dar la idea de una festividad interminable, mientras se liquida el Estado, mientras se pulverizaba todo lo armado por una tradición de lo oficial con destrucciones del tipo «expropiaciones», o vulneraciones personales o institucionales, siempre con un sello distintivo: la burla. En la creencia errónea de satisfacer un gusto macabro por la desintegración de todo lo construido. Pdvsa, por ejemplo, y aquel modo de despedir públicamente aquella cantidad de empleados tan capacitados en ese momento. La muerte inolvidable de Franklin Brito. La violenta desintegración universitaria.

Después de ese lamentable proceso carnavalesco de desfiguración, creen llegado el momento de avanzar, de profundizar en la «cultura popular» y política representada por la concepción del rasero igualador del Estado comunal. Todo un Carnaval con múltiples disfraces multicoloridos, con voces lujuriosas; búsqueda de su mortaja y de la nuestra, sin risa alguna. Sin artificio ya. Directo al centro sostenedor de nuestras esencias. Volveré sobre estos asuntos con los aspectos del grotesco, la próxima semana.


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