Sí, al ser inaugurada hace pocos días, el centro de reclusión construido cerca del poblado de Tecoluca, en El Salvador, se convirtió en el más grande del mundo, desplazando al existente en Mármara, Turquía. Con una extensión de 116 hectáreas, 23 de las cuales están cubiertas por las edificaciones construidas, y una capacidad para 40.000 reos, esta cárcel es más grande y populosa que muchos pueblos del país centroamericano.
Para que tengamos una idea de la desmesura que entraña, y de los significados varios que trae consigo (que en estas líneas apenas intentamos desentrañar) tomemos en cuenta que el mencionado presidio turco tiene capacidad “solo” para 20.000 personas, aunque posee una extensión casi igual (103 hectáreas). El recinto salvadoreño supera largamente, también, a las más grandes cárceles de Estados Unidos, país que tiene la población penal más grande del mundo (1,5 millones de personas). Y tengamos en cuenta, igualmente, que El Salvador posee una población aproximada 6 millones de personas, frente a los 84 millones de turcos y los 331 millones de norteamericanos (aunque, lógicamente, con la oleada de arrestos de maras salvatruchas de unos meses para acá, ha pasado a ser el país con la mayor tasa carcelaria del orbe, por encima de Estados Unidos).
Construido con las mayores medidas de seguridad y con las más avanzadas previsiones tecnológicas (cámaras de videovigilancia, control de acceso con scanner corporal, bloqueo de la señal de celulares, etc.), el penal cuenta con 8 gigantescos e interminables módulos, rodeados por un muro 11 metros de alto -¿acaso el nuevo Everest de los numerosos muros que están extendidos por la geografía mundial?- y 2,1 kilómetros de extensión. No tendrá patios, áreas de recreación ni espacios conyugales. Será, básicamente, un depósito de seres humanos, parte de los 62.000 pandilleros que el régimen de Bukele ha detenido desde marzo del año pasado, después de declarar un estado de excepción que facilita los arrestos, al suspender las diversas garantías judiciales y procesales. No en balde, las ONG salvadoreñas y organizaciones como Human Rights Watch han expresado sus críticas por la sistemática violación de los derechos humanos que esto ha traído consigo; lo cual no ha impedido que la popularidad del presidente -que no ha dejado de ser alta desde su llegada al poder- se haya disparado a los cielos.
El análisis de lo que implica -sociopolíticamente hablando- la construcción de este penal, y todo el proceso gigantesco e inusual de detenciones masivas que se ha realizado desde marzo de 2022, en medio de la progresiva deriva autoritaria del régimen de Bukele, se quedaría corto si obviamos el dato de que fue construido en apenas 7 meses, un tiempo verdaderamente insólito en nuestra región -y nos atreveríamos a decir, en el mundo- para una infraestructura tan imponente. Imaginemos nada más cuánto tiempo se habrían tomado los regímenes de Chávez y Maduro para hacer lo mismo, con su conocido récord de obras inconclusas y abandonadas (mencionemos solo un ejemplo “menudito” de una lista tan larga: la restauración de los 10 pisos de la Torre Oeste del Parque Central, incendiados en 2004, apenas en 2015 se dio oficialmente por “casi terminada”).
Debemos, de igual forma, hacer un esfuerzo para imaginar lo que significa detener a 62.000 supuestos delincuentes pandilleros en apenas un año. Sería fácil, en efecto, explicar todo gracias a la militarización sobre la que se ha realizado el operativo, pero por nuestra sufrida experiencia ya sabemos que militarización no significa, necesariamente, eficacia en este terreno, y, al contrario, puede significar, de igual manera, complicidad y apoyo a las redes delincuenciales, e incluso el desplazamiento y sustitución de estas (como se ve, por ejemplo, en el caso mexicano y aún más en el nuestro con el Cartel de los Soles).
De manera que esto quizá solo puede explicarse porque Bukele ha logrado algo que es muy raro en estos tiempos: romperle el espinazo a la cadena de complicidades en las distintas esferas del Estado, y poner a punto a las cadenas de mando de las fuerzas armadas, y a la maquinaria burocrática en general, vendiéndoles exitosamente esta nueva misión, logrando así concertar sus voluntades y coordinar sus esfuerzos. Esto ha sido posible, a su vez, gracias al golpe de mano que dio en 2021, al destituir a los magistrados del Tribunal Constitucional y al Fiscal General, utilizando su arrolladora mayoría en la Asamblea Legislativa.
No obstante, en honor a la verdad, hay que reconocer que él ha podido llevar a cabo este y otros proyectos gracias a la extraordinaria capacidad que tiene para inspirar y ganarse la confianza de sus compatriotas, apoyado en su carisma y en una conducta alejada, aparentemente, de las prácticas corruptas predominantes en la clase política salvadoreña (incluyendo tanto a la izquierda del Farabundo Martí como a la derecha de Arena). Pese a ello, la construcción de la megacárcel está llena de misterio y opacidad, de manera que está por verse y comprobarse si el apego del presidente y Nuevas Ideas a la ética pública es verdadero y se sostiene en el tiempo.
Particularmente, se nos hace muy difícil ubicar la índole del liderazgo y del régimen de Bukele dentro de este entorno político mundial tan efervescente y voluble, donde las democracias han cedido terreno. Él es una de las figuras más llamativas dentro del amplio espectro del personalismo político que ha invadido a la región en los últimos años. Pese a venir de la izquierda (FMLN), se ha ido alejando cada vez más de ella, sobre todo de la rama del chavismo y del socialismo del siglo XXI; aunque su discurso y sus modos distan mucho, de igual forma, de las posturas y convicciones de los Boric, los Petro y los Lula, esto es, lo que podríamos definir como la izquierda democrático-liberal de la región. Si bien no ha necesitado clausurar el Parlamento, hace recordar mucho a Fujimori por la eficacia -hasta ahora- en la lucha contra la delincuencia y grupos armados. Por momentos, luce también como un empresario innovador metido a la política (gerenció, de hecho, las empresas de su padre) como se puede ver con su arriesgada y atrevida política de incorporar al bitcoin como moneda nacional de curso legal -único país del mundo que lo ha hecho- sobre la cual solo hay, hasta el momento, una gran incertidumbre.
Está por verse cómo termina este asunto de la megacárcel y la política dura del líder centroamericano contra las maras y demás bandas criminales. Una primera prognosis tiene que hacerse sobre la base de un razonable escepticismo, no solo por las previsibles violaciones a los derechos humanos que ha conllevado y conllevará (esto sucede, al fin y al cabo, hasta en las cárceles norteamericanas, y solo basta buscar los Informes de Amnistía Internacional y demás ONG para comprobarlo), sino porque la experiencia demuestra que los enfoques acentuadamente represivos se quedan cortos en el mediano y largo plazo si no se atacan las variables sociales, económicas y culturales de un problema tan complejo, y mucho más en las inestables sociedades centroamericanas y de la región en general.
@fidelcanelon
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