OPINIÓN

La capitulación mexicana de Occidente

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

diálogo México

El memorándum de entendimiento suscrito en México por los venezolanos –gobierno de facto y Plataforma Unitaria– e impuesto por la comunidad internacional para que ordenen una agenda de diálogo y negociaciones, dice que es su propósito facilitar “el fortalecimiento de una democracia inclusiva y una cultura de tolerancia y convivencia política” y “que sean levantadas las sanciones [internacionales, impuestas] contra el Estado venezolano” y otros personeros de la dictadura acusados por crímenes de lesa humanidad y graves actos de corrupción.

El encuentro inaugural realizado el 13 de agosto dejó un mal sabor que aún no se diluye. Se predica el rescate de la democracia para que impere la tolerancia, que es una premisa moral inexcusable, pero se le ata a otra, condicional y estrictamente amoral, por decir lo menos. En la práctica, que se normalicen los atentados a la dignidad humana –cuyo respeto es premisa moral imperativa– realizados y que todavía ejecuta el factor dominante dentro de la mesa, asistido por el gobierno ruso. Liberarlo de sanciones, otorgarles una «justicia transicional».

En suma, solo podrán salir de tal entente algunos acuerdos llamados “tempranos” para resolver coyunturas e intereses parciales, acaso resumidos tras la moralina del ánimo humanitario. Solo se trata de algo similar a cuanto ocurre entre beligerantes –lo que vemos es el capítulo de otra guerra en curso, heterodoxa, del siglo XXI– quienes se fijan treguas para enterrar a sus muertos: “Allí era difícil reconocer a cada hombre; mientras lavaban con agua las sangrientas heridas y vertían cálidas lágrimas, los fueron montando en carretas”, cuenta Homero en la Ilíada (Canto VII, 424-426).

Lo cierto es que no se resolverá en México –en nada ayuda su perverso contexto– la libertad de Venezuela. Al cabo, para los progresistas es posible proveer sobre derechos –que coma la gente, que tenga vacunas, que los empresarios hagan empresas– sin las exquisiteces de un Estado democrático de Derecho, prescindible según aquellos.

Los textos del Grupo de Puebla y de la resurrecta Celac por López Obrador –nada distintos a los de la ONU-2030 sobre desarrollo sostenible, e incluso los del Gran Reseteo de Davos– todos a uno abordan los “temas globales” que les importan, sin tener que apelar a los imperativos categóricos de la ley y la democracia liberal, simples obstáculos.

De tal modo, los negociadores dicen poder entenderse sin relatos previos que los amarren, sin historia en pocas palabras. Acaso todos a uno sufren –lo digo con palabras de Fernando Egaña– del complejo adánico que ha hecho presa de los políticos en Occidente.

El emisario del dictador Nicolás Maduro, el psiquiatra Jorge Rodríguez, lo dice sin ambages: “Ya sabemos en qué no estamos de acuerdo y de qué manera tan distinta vemos nuestras vidas y vislumbramos el futuro”. A lo que responde Gerardo Blyde, aplomado jurista, que “en medio de narrativas diametralmente contrarias, comienza un proceso trascendente que debe obligarnos a buscar acuerdos en todos los temas que vamos a tratar”.

Rehacer o reconstituir a una nación hoy desecha, deshilachada, vuelta diáspora hacia afuera y hacia adentro como Venezuela, es, para los susodichos, una quimera. Y así será mientras, en el «teatro» que representan –expresión de Alexis de Tocqueville– no ajusten perspectivas antropológicas.

El autor de De la democratie en Amérique (3, 1840, p. 61), refiriéndose al teatro de los pueblos democráticos observa, por ende, que “es muy raro que los gustos refinados y las tendencias altaneras de la aristocracia, no la lleven, cuando rige el teatro, a hacer una selección en la naturaleza humana… De este modo, el teatro llega a menudo a no reflejar sino uno de los lados del hombre, y a veces incluso a representar lo que no se encuentra en la naturaleza humana”.

Preocupante es, entonces, de cara a lo que pasa en México, no tanto que los integrismos culturales de la otra banda nos escruten y se solacen con nuestro espectáculo por ser sus beneficiarios, sino que seamos los propios occidentales, incluso los que endosan la casaca de cultores de la libertad, quienes, al ver minado nuestro interior por una crisis moral y espiritual que impide el coraje para reaccionar –lo comenta el Papa Emérito, Joseph Ratzinger– “sintamos vergüenza por nuestras tradiciones”.

No se trata de filosofar. Se trata de que Occidente –a través de Rusia, Noruega, los Países Bajos, Estados Unidos, la Unión Europea y teniendo como distractores de ocasión a dos actores de Venezuela– ha renunciado a lo humano como anclaje de la política y del poder. Huérfano de historia, su anfitrión en la circunstancia, López Obrador, le exigió a Francisco pedirle perdón a México por la acción evangelizadora de hace medio siglo, y este así lo hizo, con motivo de los 200 años del Grito de Dolores. Entre tanto, aquel celebra la efeméride acompañado de dos personajes que, en 1945, hubiesen sido llevados ante el Tribunal de Nüremberg: Miguel Díaz-Canel y Nicolás Maduro.

¿Cómo entender, entonces, que otra vez se banalice al mal absoluto, desde México? Hace poco ocurrió en la Colombia de Juan Manuel Santos, asociada con el narcoterrorismo de las FARC y el aplauso del auditorio globalista. Ahora se repite con la Venezuela de Maduro y entre venezolanos opuestos: los unos responsables de crímenes de trascendencia internacional; los otros, salidos algunos de las mazmorras, rasgándose las vestiduras y acusándose de haber mal manejado sin probidad el interinato.

Occidente, en fin, entierra su patrimonio intelectual. Se ha disociado de lo moral o lo establece al detal, autónomamente. Atrás deja sus raíces y la idea de esa humanidad sin voz que aún pide a gritos “que la persona, propia y ajena, sea tomada siempre como fin, nunca como puro medio”; ni hacérsela disponible, manipulable, explotable, víctima irredenta y con complejo colonial para mejor dominársela.

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