Más allá de la llamada Plataforma Unitaria de Venezuela, enviada por la Asamblea Nacional de Juan Guaidó a México, que tácitamente le omite como cabeza del gobierno interino al suscribir el memorándum que guía las negociaciones con el régimen de Nicolás Maduro, lo relevante son las variables y sus condiciones. Desbalanceadas desde sus inicios, en esencia trastocan abiertamente las realidades geopolíticas de Occidente y sus valoraciones éticas.
Rusia ejerce una influencia abierta, de modo permeable dentro del bloque americano – inadmisible ello durante la Guerra Fría– y es socia principal del régimen dictatorial venezolano. Es observadora de peso estratégico en la mesa de diálogo; sin que su contraparte, la citada Plataforma, cuente, al menos visualmente, con un acompañamiento equivalente, a pesar de lo declarado por el mismo Guaidó: “Contamos con el respaldo del mundo democrático”.
Sin que reaccione en momento alguno, sin esperarse que lo haga de modo proporcional dada su debilidad, la Plataforma Unitaria acepta negociar –así se lo impone la comunidad internacional– con los responsables de la comisión de crímenes de lesa humanidad denunciados ante la Corte Penal Internacional y ampliamente sustanciados en los informes del Consejo de Derechos Humanos.
¿Cómo explicar la normalización de lo atroz que procura esta trama mexicana?
La cuestión planteada es, a primera vista, rupturista en términos epistemológicos de los cánones jurídicos y ético-políticos que rigen en Occidente desde la Segunda Gran Guerra del siglo XX. Se relajan al punto de hacerle perder todo sentido, incluso, a la proscripción de las leyes de punto final, léase, al castigo ejemplarizante de los crímenes de lesa humanidad que auspician los jueces durante segunda mitad del siglo XX latinoamericano. ¿Se le abren generosas compuertas a otra «justicia transicional» como la implementada en Colombia?
La inflexión global del covid-19 antes que disponer de un tiempo nuevo como se cree, descubre en lo venezolano la compleja realidad que emergiera hace treinta años atrás, en 1989, luego del derrumbe comunista: Sus herederos, sobrevivientes, se hacen discípulos de la Escuela de Frankfurt y la de Antonio Gramsci, a la vez que forjan yunta con los enemigos culturales de Occidente –en especial China y el integrismo musulmán– a fin de avanzar hacia la destrucción de los sólidos culturales judeocristianos en el mundo. Las Torres Gemelas de Nueva York o las estatuas de Cristóbal Colón, derribadas desde 2001, son apenas meros símbolos o aldabones de lo señalado.
Desde entonces se horadan las nociones imperantes de la tríada que forman la democracia, el Estado de Derecho y la especificidad de los derechos humanos, deconstruyéndolas y vaciándolas de todo contenido. Y en el instante de la pandemia, se arguye para ello, por si fuese poco, la idea de salvar a las poblaciones; se asume que las primeras –la democracia y la fuerza normativa de la ley– son prescindibles y conceptualmente relativas, incluso en las democracias que restan en pie.
Hacen ver y hasta demuestran, además, que a través de la inmediatez digital se logra una gobernanza eficaz sin mediaciones; y en el debate que se transa al respecto, no se detiene el otro asunto que también se acelera a fin de imponer la relativización de los fundamentos morales del poder y de su ejercicio, para transformarlo en un absoluto.
Al pluralismo democrático, esencia de la democracia, en efecto, se le exige ponerse de lado y se le sobrepone un régimen de diversidades unilaterales y al detal; susceptibles de acreditarse, como átomos, unos derechos humanos personalísimos e incluso extenderlos, discrecionalmente, hacia el mundo de lo objetivo: los derechos del Estado, como los de sus gobernantes a conservar el poder; los derechos de la naturaleza para conservar la vida de las especies, mientras se tolera la disposición personal de la vida humana. Y por vía de consecuencias, hasta se rinden ante el arbitraje imperativo de la gobernanza digital y sus inmunidades, más allá de las leyes y los mismos jueces.
Avanza, pues, la deconstrucción de los valores éticos de Occidente, cuyas tesis encuentran como punto de ignición histórica al Foro de São Paulo en 1990 y a su declaración de México de 1991, apenas tamizadas por su causahabiente, el progresista Grupo de Puebla.
Lo preocupante y a considerar es que tal ensayo de relativismo, negador de la dignidad inmanente de la persona, lo realiza por vez primera el Perú neoliberal y antimarxista de Alberto Fujimori. Es una enfermedad que, por lo visto, hace metástasis –cubre por igual a las izquierdas y las derechas– y se reduce a la proscripción de cualquier forma de discernimiento entre el bien y la maldad a propósito del poder y su conquista.
No por azar, en 2009, el juez interamericano Sergio García Ramírez, fallecido, declara que “otras formas de autoritarismo, más de esta hora, invocan la seguridad pública, la lucha contra la delincuencia, para imponer restricciones a los derechos y justificar el menoscabo de la libertad. Con un discurso sesgado, atribuyen la inseguridad a las garantías constitucionales y, en suma, al propio Estado de Derecho, a la democracia y a la libertad”.
Solo así se entiende que surjan, sin escándalo, gobiernos de la criminalidad organizada trasnacional, apalancados por el mundo de las redes y en alianza entre narcotraficantes y terroristas, agentes de la corrupción y del lavado de dineros de sangre. Nada que ver con la ingenua preocupación de finales del siglo XX: el choque, luego el diálogo, y al término la alianza de civilizaciones.
Occidente, desde ayer y en paralelo a la experiencia venezolana de México, por ende, se sienta ahora en otra mesa con el terrorismo internacional deslocalizado, en Afganistán, para ayudarle a formar gobierno. Es lo propio del orden naciente, que se avergüenza del orden liberal parteado por el mundo tras el Holocausto, obra este de una igual banalización del mal absoluto.
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