OPINIÓN

La capitulación mexicana de Occidente (Parte final)

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar
diálogo México

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Al término de estas reflexiones, provocadas por el diálogo inédito y sugerente que noruegos y rusos median en predios mexicanos entre un Estado criminal y las cabezas de las franquicias partidarias venezolanas, se impone como racionalidad práctica abordar el relato vertebral que lo anima y explica, incluso en su suspensión.

Sin suscitarse el menor escándalo en las Américas y Europa, en el mismo instante en que Venezuela se da un texto constitucional distinto de su tradición democrática, por personalista y militarista, ocurre en 1999 el maridaje de su naciente régimen con el mundo del crimen organizado transnacional. Desde entonces se concreta y avanza el proyecto para descoyuntar a Occidente de sus valores superiores, bajo orientación cubana y escribanía española.

Las élites culturales, financieras y políticas aceptan poner de lado, por utilidad o para sobrevivir, el patrimonio intelectual de estirpe judeocristiana que ha amalgamado al país. Desde Caracas se forja un gran laboratorio de experimentación modélica y para la alineación colectiva, a fin de hacerle espacio allí y desde allí en todo el orbe occidental

Bajo la guía del Foro de São Paulo –de Fidel Castro y Lula da Silva– Hugo Chávez Frías ofrece y pacta prestaciones recíprocas con las FARC colombianas, ampliamente documentadas. Se blinda al negocio transnacional del narcotráfico y se le dispone como ariete, para que sumado a la ingente industria petrolera venezolana doblegase al símbolo más protuberante de la tradición occidental, Estados Unidos. No por azar, en 2001, el 11 de septiembre, mientras se adopta la Carta Democrática Interamericana, el terrorismo deslocalizado derrumba las Torres Gemelas de Nueva York. Luego, en 2005, tras los atentados de Atocha que llevan al gobierno de España a José Luis Rodríguez Zapatero, bajo su égida se estructura en la ONU una «alianza» de civilizaciones contra Occidente. No es un secreto a voces.

Han transcurrido veinte años hasta el advenimiento del COVID-19, o treinta años si los contamos desde el derrumbe comunista y la sucesión del Caracazo de 1989, insurgencia con un saldo de centenares de muertos en la capital venezolana que se repite al instante, con signo opuesto, en el otro extremo del mundo, en China, con la masacre de Tiananmen.

El cambio «epocal», la ruptura epistemológica señalada apenas se le constata por el común tras la pandemia. Se advierte que lo que está en cuestión es el orden liberal, la tríada que explica y justifica al multilateralismo que nace con Naciones Unidas en 1945 sobre el telón del Holocausto: derechos humanos, Estado de Derecho, democracia.

En la Venezuela del presente –cuya historia es un presente sin génesis, nutrido de mitos y negado a las utopías– ocurre de tal modo esa cabal mutación en la naturaleza del Estado, sobreviene el Estado regentado por y para el crimen; que de suyo arrastra consigo un daño antropológico profundo.

Dejamos de ser nación los venezolanos, si acaso lo éramos, incluso tallados dentro del molde de las botas militares, para hacernos diáspora; gentes que ahora migramos hacia afuera y hacia adentro sin sentido de lo lugareño, lejos del hogar que es la patria, desasidos de vínculos sociales. Y así ocurre con los pueblos que replican nuestra experiencia. Otras son, al cabo, las formas de identidad que innovan y crecen al arbitrio, al detal, por las correrías globales de migrantes. Los hombres mudan en mujeres y ambos en género X, mientras Cayo dice ser un árbol y Sempronio amanece sintiéndose un «transespecie».

La democracia, en ese marco de disolución de odres es pastoreo de nubes. Es ficción, en el teatro vacío de la política sin raíces y para único sosiego de sus actores. Es instrumento, sólo eso, que sacia la avaricia y el voluntarismo de las franquicias partidarias. Es caricatura de democracia en repúblicas desvencijadas, vueltas piezas de museo. El ejercicio del voto es una plegaria fugaz, dicha sin discernimiento, sin que siquiera medien indulgencias hacia el porvenir.

Decía bien a sus compatriotas alemanes el Papa Jubilado, sin ser escuchado, que durante el mal absoluto del nacional socialismo “hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó a él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”.

Como lo afirmara Ortega y Gasset, pues, cabe imaginar el bosque sin atropellarnos con los árboles patentes. Urge mirar al conjunto para entender la paradoja de que, en México, en la sede de su Museo Antropológico se dirima de manos de Vladimir Putin, un Zar resurrecto, el destino de Occidente con actores de reparto venezolanos.

Francisco Plaza, profesor de Ciencias Políticas, me obsequia un epílogo apropiado para la sucesión de páginas que cierro con la presente.

“No puede haber diálogo verdadero con otras civilizaciones ni podrá superarse el enfrentamiento ideológico que hoy confronta Occidente si no se reconoce que la verdad no es un producto de la política, sino que la precede e ilumina… Solo es posible la diversidad y el pluralismo cuando se mantienen ciertas verdades fundacionales como núcleo de cohesión de la sociedad y, por tanto, no expuestas al veredicto de las mayorías. Se puede disentir en un sistema democrático sobre los diversos asuntos que ocupan a una sociedad porque previamente existe acuerdo sobre lo fundamental. Mantenido este consenso, todo lo demás puede abrirse al debate y a los procedimientos democráticos. Pero lo fundamental debe preservarse y no sólo a través de reglas y procedimientos sino en la conducta concreta del pueblo y sus líderes”.

Afanados por la inmediatez de la gobernanza digital, además, por si fuese poco algunos preferirán en la hora adorar becerros de oro. Pero la verdad, desde hace milenios, se encuentra en las Tablas de la Ley.

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