Es consenso general que las imágenes de la retirada de fuerzas occidentales de Afganistán tras la caída de Kabul son desastrosas. De esas imágenes que marcan presidencias para siempre, recordemos los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, a pocas horas de celebrarse elecciones generales; la matanza de Tlatelolco en 1968; el asesinato del candidato presidencial colombiano Luis Carlos Galán; la masacre de Carandiru o las diferentes fugas del Chapo Guzmán de la cárcel.
Sabemos en el mundo de hoy lo difícil que es revertir el efecto de una foto una vez que entra en el vórtex de las redes sociales, ese que pulveriza la razón y genera opiniones militantes con estímulos superficiales. Una foto basta para que el ciudadano de hoy se forme una opinión. Eso lo saben los políticos y sus adversarios, lo saben los consultores de todos los lados… sabemos que basta una foto, un video. Un pedazo de contenido que sin contexto pueda comunicar por sí solo.
Y nada grita más ¡CAOS! que las imágenes de civiles desesperados por huir en una pista de aterrizaje, correteando y cayendo de aviones militares en vuelo, así como las imágenes del personal consular y diplomático siendo evacuado en helicóptero desde el techo de la embajada. Esto último (para los más jóvenes) se parece mucho al evento con el que terminó la tristemente célebre guerra de Vietnam, con la embajada americana siendo evacuada desde su azotea, tras la caída de Saigón el 30 de abril de 1975. Una fecha infame y sinónimo de humillación para Estados Unidos. Lo acontecido recientemente tiene el agravante de que hace poco menos de un mes el propio presidente Biden descartó que esto ocurriría. Dijo: “Los talibanes no son el ejército de Vietnam del Norte, no lo son. Bajo ninguna circunstancia verás a gente sacada por el aire desde la azotea en una Embajada de Estados Unidos en Afganistán”.
¿Qué pasó? Al Talibán le tomó 6 días ejecutar la ofensiva final por el control del país, a diferencia de los 90 días que los informes de inteligencia estadounidenses confiaban que resistiría el gobierno afgano. Un error de cálculo mortal.
El resultado es una declaración desmentida por la vía de los hechos e imágenes perturbadoras que encabezaron noticieros de todo el planeta. Un coctel desastroso para la imagen presidencial.
La semiótica política sabe esto. Lo saben la administración del presidente Biden y especialmente sus adversarios, quienes no dejarán de usar esas imágenes contra Biden hasta su último día en la Casa Blanca, para convertirlo en un monumento al fracaso de la política exterior de su incipiente administración.
Sin tomar postura editorial, tratemos de diseccionar la batalla de narrativas que está en pleno desarrollo. Habrá por supuesto quienes simplifiquen 40 años de historia desde el prisma del conflicto de moda: populismo vs progresismo o Trump vs Biden. Enfoque que sería casi tan útil como analizar la guerra fría usando la pelea de Rocky contra Iván Drago. Si queremos darle una mirada un poco más profunda, analicemos desde los hechos:
La guerra de Afganistán comenzó tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. El servicio de inteligencia norteamericano confirmó que los ataques del 11S fueron planificados desde Afganistán con apoyo del entonces movimiento talibán en el poder, quienes albergaron a la organización terrorista Al Qaeda y a su líder Osama bin Laden. Se lanzaron a la caza y los talibanes fueron derrocados en pocas semanas por una de las coaliciones militares más grandes de la historia reciente.
Tras el derrocamiento del Talibán, en octubre de 2001, una fuerza multinacional de países de la OTAN permaneció en labores de “mantenimiento de paz” para acompañar la reinstitucionalización del país y el subsecuente entrenamiento y dotación de un ejército nacional, que bajo las órdenes de ese nuevo gobierno pro occidental mantuviera a raya a la ahora insurgencia Talibán, que se replegó y se reconfiguró bajo el formato de guerrilla. Desde esa nueva posición siguieron desestabilizando y construyendo su larga estrategia de retoma del poder. Hasta que lograron recuperarlo, 20 años después.
Al principio la decisión de ir a la guerra fue popular. En octubre de 2001, a solo un mes de los atentados terroristas, la prestigiosa encuestadora Gallup indicó que aproximadamente 88% de los estadounidenses respaldaba la acción militar en Afganistán. Este apoyo se fue desgastando en el tiempo y para 2011, tras el asesinato de Osama bin Laden, otra encuesta de Gallup encontró que 59% de los estadounidenses creía para ese momento que «Estados Unidos había terminado su trabajo y que sus tropas deberían regresar a casa».
Su impopularidad y los enormes costos que ha supuesto hizo que pocos dudaran de la necesidad de acabar con este conflicto. Una guerra que desde la perspectiva americana, de sus intereses nacionales, desde lo económico y desde lo militar, ya no tenía razón de ser. En su último año de mandato, el expresidente Trump acuerda con los talibanes y el gobierno afgano en Doha un cronograma de retiro de tropas que ocurriría entre mayo y septiembre de 2021. Biden decide mantener el cronograma tras ganar la elección.
Entonces, la discusión no es el qué (salir de Afganistán), sino el cómo ocurrió (desordenada y caóticamente). Y aquí es donde la comunicación política se despliega de manera magistral.
El 16 de agosto de 2021, 24 horas después de la caída de Kabul, el presidente Biden se dirige al país. Entonces, volvemos al principio. Para el momento en el que Biden inicia su mensaje, las imágenes del “cómo” le habían dado la vuelta al mundo: Una huida caótica y humillante, testimonios de civiles aliados abandonados a su suerte y un helicóptero al estilo Saigón evacuando gente de la embajada. El ciclo de noticias se había perdido irremediablemente. ¿Qué hacer? ¡Cambiar el encuadre!
George Lakoff en su libro Do not think of an elephant nos enseña cómo la persuasión tiene un poderoso componente de “framing”. Esto es equivalente a: si usted sabe mucho de fútbol, no deje que la conversación sea sobre beisbol.
Si usted está perdiendo el “cómo”, cambie el encuadre para que hable del “qué”. Esto no es ni bueno ni malo. Es simplemente una de las muchas herramientas que la comunicación profesional nos brinda para manejar una crisis de esta envergadura.
Bajo ese principio estratégico elemental se construye uno de los mensajes más importantes de Biden en sus 51 años de servicio público hasta ahora. En sus 18 minutos de discurso el presidente empieza con un mensaje transversalmente aceptado: “Defiendo por completo mi decisión. Sé que mi decisión será criticada”.
Nadie criticó la decisión de salir de ahí… ¡la crítica del mundo libre es sobre cómo se salió! Con el desastre de las últimas horas, tenía que asumir una responsabilidad, entonces construyó una nuevo enfoque: Habló como si la forma no hubiera sido errática y se centró en defender el fondo de su decisión.
Ese pequeño truco narrativo le construyó un puente perfecto para rematar su intervención con una letanía de frases incontestables:
“Terminaremos con la guerra más larga de Estados Unidos después de 20 largos años de derramamiento de sangre”.
“Los estadounidenses no pueden ni deben luchar o morir en una guerra que los afganos no están dispuestos a luchar por sí mismos”.
“Respaldo firmemente mi decisión. Después de 20 años, he aprendido por las malas que nunca hubo un buen momento para retirar las fuerzas estadounidenses”.
Y así es como desde la perspectiva de la comunicación está presentada esta batalla. Cambiar el relato del cómo al qué, contar la historia que puedes explicar para no dar explicaciones que no tienes.
Biden no saldrá ileso políticamente de este episodio, ni remotamente. Para quienes nos dedicamos al oficio de la comunicación resulta interesante ver en la práctica cómo se emplea al más alto nivel un clásico misdirection para tratar de contener una crisis de este tamaño. Una jugada de manual.
En el transcurso de los meses veremos quién logra imponer su relato y tendremos las elecciones intermedias del año próximo como un marcador objetivo. Este episodio no perderá vigencia porque además abre un debate sobre geopolítica que está candente, pues el nuevo enfoque hacia Afganistán también dependerá de cuánto decidan avanzar China y Rusia en una alianza pragmática con el nuevo régimen Talibán, de su alcance y su finalidad.
Pero pasando de la cosmética comunicacional y el vuelo rasante por consideraciones de orden geopolítico, es urgente cerrar con una nota más de fondo. Lo cierto es que tras 20 años de guerra, 150.000 muertos y 1 trillón de dólares invertidos, Afganistán vuelve a la barbarie Talibán. A pesar de las poco creíbles promesas de moderación, el nuevo “Emirato Islámico de Afganistán” pondrá a prueba la cuestionada capacidad del mundo de velar por los derechos humanos, especialmente los de las niñas y las mujeres para quienes este desenlace resulta trágico.
Hoy parece una ironía que la operación con la que se inició la invasión en el lejano otoño de 2001 se llamara “Libertad duradera”… Pues, amén de las obvias responsabilidades del liderazgo local, la caída de Kabul es una derrota de occidente y una afrenta a nuestra tesis fundacional. Es un hecho tan dramático que puede que la supervivencia de nuestras democracias y del modelo de libertades que se promueve desde este lado del mundo dependa de la respuesta a la pregunta:
¿Por qué quienes probaron la “libertad” no estuvieron dispuestos a defenderla?
@MarcoTrejoF
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