OPINIÓN

La burra es negra

por César Tinoco César Tinoco

En mi artículo de la semana pasada y con base en una búsqueda no-exhaustiva en la Internet, encontré diez (10) procesos de diálogo en Venezuela, desde 2002 hasta el presente, entre empresarios y gobierno y entre oposición y gobierno. Ninguno de esos procesos fue exitoso y eso me permitió la siguiente conclusión: «Hasta el momento, con la información que tenemos y de acuerdo con el teorema de Bayes, la  probabilidad de que algún acuerdo –o pacto– entre la oposición y el gobierno se cumpla, es cero».

Para abonar todavía más en lo que afirmé la semana pasada, recurro a la conocida regla de Laplace cuyo enunciado, palabras más palabras menos, va así: «La probabilidad de ocurrencia de un suceso imposible es cero. La probabilidad de ocurrencia de un suceso seguro es 100%. La probabilidad de que ocurra un suceso se calcula dividiendo el número de casos favorables entre el número de resultados posibles».

Claro, ya conocemos al menos por Nassim Nicholas Taleb que los sucesos imposibles (altamente improbables) y con alto impacto ciertamente que pueden ocurrir y se les llama «cisnes negros». Sin embargo también, y por Michele Wucker, conocemos que hay amenazas altamente probables (sus probabilidades de ocurrencia se conocen con anterioridad), son también de alto impacto y aun conociendo las dos anteriores características, constituyen amenazas a la que se les presta poca atención, amenazas descuidadas pues. Si ustedes quieren evaluar la magnitud de un descuido solo tienen que dirigir su atención al berenjenal en que está entrampado el gobierno con la materialización de las elecciones primarias el pasado 22 de octubre y con el tema del Esequibo.

Un rinoceronte, según la especie, puede llegar a medir hasta 2 metros de altura, 3 metros de largo, 1,5 metros de ancho; pesar 3,6 toneladas y alcanzar, en carrera, los 55 km/hora. De hecho, Usain Bolt, en todo su esplendor y gloria, ha alcanzado tan solo 45 km/hora. Un rinoceronte se caracteriza además, por tener un agudo sentido del olfato y un oído supersensible. Ahora haga un ejercicio e imagínese en plena sabana africana viendo cómo se aproximan hacia usted, más rápido que Usain Bolt, esas bien visibles 3,6 toneladas para embestirlo.

Retomando el tema de las probabilidades, Pierre-Simon Laplace (1749-1827) sentó las bases de la teoría analítica de la probabilidad y entre sus teorías relacionadas con este articulo está la así denominada «regla de Sucesión», aquella con la que Laplace utilizó el «amanecer» a modo de ejemplo para ilustrarla. Resulta ser que Laplace determinó la probabilidad de que el sol salga por el este al siguiente día conociendo que días anteriores había hecho lo mismo (Laplace, Pierre-Simon (1814). Essai philosophique sur les probabilités. Paris: Courcier).

Aclaro que un tema muy distinto es el de la paradoja del pavo, tema sobre el que ya escribí en septiembre de 2020 para El Nacional: el pavo es alimentado con el expreso y conocido propósito de sacrificarlo.

Entonces, la regla de Sucesión se plantea así: Si repetimos un experimento N veces de manera independiente cada una, y sabemos que puede dar como resultado un éxito o un fracaso, y obtenemos E éxitos, entonces, ¿cuál es la probabilidad de que en la próxima repetición sea nuevamente un éxito?

Tal probabilidad, llamada «condicionada», tiene la siguiente formulación: (E + 1) / (N + 2). Si ustedes sustituyen mis datos aportados en mi artículo de la semana pasada en los 10 procesos de diálogo en Venezuela (E = 0 y N = 10), encuentran que la probabilidad de éxito de un nuevo acuerdo –o pacto– es baja e igual a 8,33%.

Ahora bien, y en sentido estricto, la regla de Sucesión se deriva de asumir una ignorancia aproximada sobre las frecuencias de ocurrencia anteriores. Por sí sola, no justifica tal suposición de ignorancia. Se pueden obtener variaciones de dicha regla tomando diferentes antecedentes o «experiencias», correspondientes a diferentes puntos de vista sobre lo que debería considerarse como poco informativo o ignorancia.

Expongo otro ejemplo para ilustrar el punto mejormente. Según la Universidad de Edinburgo (Escocia, Reino Unido), entre 1991 y 2012, 22 años, hubo 35 acuerdos entre palestinos e israelíes, mismos que pueden ser considerados exitosos. Si ustedes utilizan la explicitada regla de Sucesión (E = 35 y N = 35) obtendrían una probabilidad de 97,3% del logro de un nuevo acuerdo exitoso. Por supuesto, lo anterior antes de los lamentables sucesos del pasado 7 de octubre, iniciados y materializados –con premeditación y alevosía– por los terroristas de Hamás.

El caso con el tema del optimismo es que, en nuestra destruida Venezuela, hay dos conceptos que, siendo diferentes entre sí, se confunden como sinónimos y luego se reflejan en el análisis: optimismo y esperanza. Una cosa es que los ciudadanos de a pie los confundan y otra –muy distinta– es que los profesionales y analistas los confundan: un profesional (un cirujano oncólogo, por ejemplo) toma decisiones que se ubican más allá del fervor de la emoción, del deseo y de la creencia.

A modo de ejemplo, el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) define el optimismo como “la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable”, mientras que la esperanza la define como “un estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”. De modo que una cosa son deseos (que no “empreñan”) y otra, muy distinta, probabilidades de éxito.

Martin Seligman, director del Departamento de Psicología de la Universidad de Pensilvania y creador del concepto de “indefensión aprendida”, afirma que el optimismo se relaciona con nuestra responsabilidad con lo que sucede. Es decir, el optimista asume su responsabilidad con su vida y se cuestiona sobre lo que puede hacer para sortear o mejorar una situación. En este sentido coincide con el optimismo de Voltaire, tema sobre el que escribí para El Nacional hace dos semanas. Por cierto, lo anterior me lleva a concluir que Seligman es volteriano.

Por eso y cuando hablo de optimismo, hay dos frases que menciono por sus implicaciones ulteriores. La primera es aquella de Voltaire mismo: «El optimismo es la locura de insistir en que todo está bien cuando somos miserables». La otra es la de Mario Benedetti (1920-2009): «Un pesimista es solo un optimista bien informado».

La flexibilidad que me otorga el teorema de Bayes y/o la regla de Sucesión de Laplace me permite despedirme parafraseando a John Maynard Keynes (1883-1946): «Cuando los hechos cambien, yo cambiaré de opinión. ¿Qué harán ustedes?».