A la hora pico de la mañana del jueves 11 de marzo de 2004 ocurrieron de manera casi simultánea 10 explosiones en 4 trenes que conectaban la estación de Alcalá de Henares con la estación de Atocha, en el corazón de Madrid. El 11M cambió la historia de España y reveló una dimensión aún más inhumana y terrible del terrorismo fundamentalista de Al Qaeda. Las explosiones mataron a 193 personas e hirieron a 2.000 más, y constituyeron el ataque terrorista más mortífero en la historia de España, hasta ese momento, y el peor en Europa desde el atentado de 1988 contra el vuelo 103 de Pan Am sobre Escocia.
Pero más allá de la catástrofe del atentado y la muerte y el sufrimiento que causó este horrendo y despreciable acto terrorista, está el hecho de que el mismo se produjo tres días antes de las elecciones generales en España, donde se perfilaba como candidato ganador el entonces presidente del gobierno español, José María Aznar. Muchos analistas de excelente reputación señalan el mal manejo de la información sobre el atentado, responsabilizando inicialmente a ETA, cuando la investigación policial y judicial terminó por señalar a Al Qaeda, como uno de los principales factores que produjeron la derrota de Aznar y el PP a manos del PSOE.
La expresión “La Bomba de Atocha” ha venido a transmutarse desde su origen en conexión con el atentado del 11M, en un concepto que se utiliza para referirse a un incidente, un acontecimiento, capaz por su fuerza e influencia en la opinión pública de convertirse en un punto de inflexión inesperado, con la suficiente fuerza e impulso como para alterar las predicciones y pronósticos sobre un proceso electoral.
Estados Unidos se aproxima en noviembre a una cita electoral excepcional, con una sociedad profundamente polarizada, producto de las conductas tanto de la administración republicana como de la oposición demócrata. A cuál de las dos ramas del gobierno se responsabiliza de la polarización y de minar el rol de las instituciones se ha convertido en un asunto de preferencia política y no de evaluaciones objetivas. Lo cierto del caso es que la gran democracia norteamericana enfrenta tiempos difíciles y para quienes, como yo, que admiran los logros de Estados Unidos en procesar sus conflictos con la visión de mantener los principios fundacionales de la nación, es también un tiempo de preocupación. Una turbación en parte alimentada por el hecho de que Venezuela requiere de un apoyo bipartidista, demócrata y republicano, para salir de la crisis terminal de la usurpación madurista. Hasta qué punto ha avanzado la polarización y cómo esta puede determinar el resultado de la elección de noviembre ha sido analizado en detalle en un artículo cuya lectura considero importante (https://www.vox.com/2020/9/2/21409364/trump-approval-rating-2020-election-voters-coronavirus-convention-polls). La pregunta de fondo que se hacen los autores del artículo tiene que ver con la constatación de que en este momento de la historia norteamericana la opinión pública está tan polarizada que sus decisiones no pueden ser alteradas por un análisis de los hechos objetivos, si tal cosa existe en política, porque ya las percepciones están esencialmente solidificadas. Es decir, que el papel del voto y del control de la población sobre las acciones de la dirigencia del país se han visto sensiblemente disminuidas.
Muchos de los analistas políticos y de estrategias coinciden en dar como ganador de las elecciones de noviembre a Biden. Esto es especialmente importante en estados como Arizona, tradicionalmente controlados por los republicanos. Un excelente sitio para seguir los resultados de las encuestas, como me lo señaló mi amigo JPR, es FiveThirtyEight (https://projects.fivethirtyeight.com/polls/) . Sin embargo, existe una posibilidad no despreciable de que se produzca una eventualidad impredecible, una “Bomba de Atocha” que altere este pronóstico. Varios son los escenarios posibles para un incidente de esta naturaleza, incluyendo una acción militar inesperada de Estados Unidos, contra un enemigo que sea percibido como una amenaza a la seguridad nacional, y que pueda galvanizar y convocar a la población a apoyar a Trump.
Pero ni siquiera una eventual acción militar que estimule el patriotismo representa, en mi opinión, el riesgo para la democracia norteamericana que tendría una reacción polarizada de la mayoría blanca norteamericana apoyando a Trump contra una supuesta acción desestabilizadora de las institucionales del país apoyada, también presuntamente, por el Partido Demócrata. Lo que ha venido ocurriendo en relación con el movimiento Black Live Matters, y el espinoso tema de los disturbios ocurridos en varias ciudades norteamericanas, que inicialmente fueron asociados a un acto de brutalidad policial, y que han terminado por convertirse en una alarmante cadena de acciones que involucran a actores como Antifa, e incluso la participación de las agentes de desestabilización internacionales del chavismo, es excepcionalmente preocupante. Ello es asi, porque lo que podría haber sido visto como una protesta justificada se ha convertido en un movimiento antisistema que impulsa el empoderar el resentimiento y una visión dislocada sobre el presunto racismo sistémico de la sociedad norteamericana. Una ruta que conduce a la disociación social y que la estrategia republicana intenta asociar con el Partido Demócrata en un acto que haría aparecer a Trump como el defensor de la mayoría blanca y los valores cristianos. Ello al tiempo que la estrategia demócrata intenta presentar a Trump como la gran fuerza desestabilizadora de la democracia. Una guerra de destrucción mutua alimentada intensamente por las redes sociales y los robots influenciados por los intereses de los enemigos de Estados Unidos y de Occidente, entre otros Rusia, China e Irán.
Tiempos muy difíciles para la democracia norteamericana si la Bomba de Atocha, que podríamos llamar “la línea blanca”, se impone. Me consta por experiencia personal que es difícil argumentar desde la posición de la responsabilidad histórica en momentos signados por la polarización. Quizás deberíamos aprender de lo ocurrido en otros países, Venezuela entre ellos, y contribuir a que ambos partidos se reencuentren en los valores básicos fundacionales de la nación, y que de ese proceso renazcan fortalecidos. Para ello convendría entender que uno de los grandes factores de preservación de la democracia norteamericana es que la “línea blanca” nunca ha operado en la historia del país, y que esa ausencia de hegemonía ha verdaderamente protegido a la nación.