El último capítulo de la serie Chernobyl desarrolla las acciones de un juicio amañado, típicamente estalinista, intercalando escenas del presente temporal del arco narrativo de la deliberación con secuencias del pasado, ubicadas en el fondo del reactor de Prípiat, para buscar una explicación al origen de la catástrofe.
En principio, no hay debido proceso y posibilidad de una legítima defensa dentro del interior de la férrea burocracia comunista. Por tanto, el régimen solo cumple un trámite de su sistema de inquisición, con el fin de lavarse las manos y echarle la culpa a un chivo expiatorio.
Cualquier semejanza con el tribunal supremo de la injusticia chavista no es mera coincidencia. En ambos casos la separación de poderes no existe, porque la concepción fascista del Estado impone un criterio despótico de criminalización del disidente, de penalización de la oposición y de impunidad para los instigadores de cualquier debacle cometida por algún miembro del partido oficial.
Pero volvamos al desenlace, más allá de sus terribles parentescos con la realidad nacional.
Los protagonistas de la historia plasman el gran dilema de la conclusión, entre servir de encubridores del estallido genocida de una planta nuclear o decir la verdad ante los miembros de la comunidad científica y política, durante la celebración del litigio kafkiano.
Los personajes principales parecen resueltos a comprometerse con el pacto de la lucidez, de la inteligencia objetiva y deductiva, por encima de las presiones de la propaganda roja.
Emily Watson interpreta a uno de los pocos secundarios netamente ficticios de la trama, dando vida a la icónica Ulana Khomyuk, quien representa al pueblo inocente, a la noble sociedad víctima de las conjuras de la Unión Soviética.
Ella confiere voz a una generación de relevo cansada de los fingimientos, estafas y fraudes de los padres fundadores de la pesadilla leninista. Su testimonio pulveriza el guion de los camaradas embusteros e hipócritas, al revelar el error humano implícito en la consumación del hecho.
Por soberbia y pragmatismo, la administración pública falla en el momento de abaratar costos, ocultar información y censurar documentación indispensable.
Los hombres se ven superados por la contingencia en el reactor de Chernóbil. Carecen de la mínima preparación y formación para ofrecer una respuesta oportuna a la crisis. Presionan los botones equivocados, siguen un manual con instrucciones tachadas y borradas, se ven desbordados por la situación. Cuando oprimen el freno de mano de emergencia, lejos de apagar el incendio lo convierten en una bomba atómica.
Boris Shcherbina apenas puede articular una oración. El actor Stellan Skarsgard lo encarna con un gesto melancólico, pesimista y funerario. Toma un pequeño gusano, fuera del contexto de la arquitectura gris, y la imagen redime su condición de funcionario trágico, cuya enfermedad lo condena a ser ejemplo de las miles de existencias afectadas por la radiación. Tose sangre y lleva en su cuerpo la marca de una sentencia de muerte. Fallece a pocos años de la hecatombe.
Pero en el clímax del juicio, tiene un instante de resarcir culpas, de mostrar un costado noble y digno, permitiendo a su colega Valeri Legásov brindar una argumentación razonable y clara, reconstruyendo el hilo fantasma del suceso. Es incontestable su reflexión de cierre.
El alto costo de los secretos y las mentiras provocaron la explosión de Chernóbil, generando un desastre ecológico que se pudo evitar de haberse respetado los protocolos y los procedimientos correspondientes.
De nuevo, la arrogancia marxista y la prepotencia totalitaria acabaron por destruir la utopía de un mundo mejor, gobernado por ideas mesiánicas y bolcheviques. Aquellos vientos trajeron los lodos del actual reinado de sombras en Venezuela. Una monarquía presidencialista sin visión de futuro.
Chernóbil, según Gorbachov, sepultó a la Unión Soviética. Maduro, una catástrofe de un estilo similar, es el equivalente para el chavismo.
Pensemos en el país después de la bomba comunista.