Antes de arribar a Santa Catalina, si no recuerdo mal ello debió haber ocurrido en febrero o marzo de 1967, yo vivía en el Caño de Araguao en compañía de mi madre Argelia y de mi hermana menor Amelia. Mi madre se desempeñaba como auxiliar de enfermería en un pequeño dispensario de lo que a falta de un nombre más exacto ella se refería a él con el genérico nombre de «medicatura». Amelia, cariñosamente yo le decía Melita, debía tener tres o cuatro años y yo unos tres años mayor que ella. La «medicatura» estaba construida cobre unos pilotines de madera y el piso era de tablas rústicas, unas maderas lisas pero resistentes a los efectos deletéreos del agua cuando subía la marea al mediodía y bajaba en la tardecita. Se llegaba a la casa que tenía la típica forma de palafito a través del único medio de transporte del cual disponían los pocos habitantes del pequeño caserío fluvial enclavado sobre aguas del bajo Orinoco. Para ir de una casa a otra a visitar a un vecino y llevarle unas vituallas como gesto de cortesía entre vecinos obligatoriamente había que hacerlo en una curiara a canalete. Durante el día todo era una luminosa fiesta visual porque toda la pródiga y exuberante visual se rendía ante nuestros ojos devoradores; lo veíamos todo o casi todo que era tanto como decir igual. Las pequeñas lanchas a motor de 110 o 125 caballos de fuerza que convertían los livianos balajús en velocísimas enbarcaciones que raspaban la superficie acuática se convertían, cada vez que pasaban ante nuestros asombrados y atónitos ojos incrédulos, en cotidiano espectáculos vespertinos. De tarde pasaban por ante el frente del Dispensario un promedio de seis a ocho embarcaciones a motor con destino a comuinidades más lejanas relativamente. Algunos iban a San Francisco de Guayo, Nabasanuka, Guinikina; otras iban a destinos más cercanos; El Toro, Sacoroco, La boca de Sacoroco.
Una vez al mes llegaba hasta la Medicatura Rural procedente de la capital del Estado Delta Amacuro, una embarcación de mediano tamaño equipada con dos enormes motores de 200 caballos de fuerza cada uno; en su interior yo podía divisar claramente los tripulantes. El propósito de esa visita mensual era el de llevar a cada Dispensario el sobre escrupulosamente doblado y sellado con una grapa en el cual venía el pago en efectivo (dinerario) del personal de salud adscrito al Ministerio de Sanidad y Asistencia Social (MSAS). Era el año de 1966 y el pago mensual de una Enfermera Auxiliar era de nos 350 bolívares aproximadamente. No puedo olvidar jamás ese singular acontecimiento que solía ocurrir cada fin de mes porque el transporte al que he hecho referencia en líneas atrás desde un kilómetro de disntancia encendía una alarma tipo sirena que emitía una señal muy peculiar por un altoparlante parecido a un megáfono alimentado por una batería de gran potencia.
-Mamá: ahí viene la lancha -exclamaba yo con especial alegría-
-Sí hijo, ya oí la sirena, estáte quieto ahí y no corras que te puedes resbalar y caer al agua.
A los pocos minutos la embarcación ya había atracado y sus tripulantes amarrado el nylon de la rápida en uno de las barandas que fungían como escaleras de la entrada del Despensario. Mi madre diligentemente preparaba café tinto y obsequiaba a los visitantes trabajadores de los servicios de la Comisionaduría Regional de Salud del Estado con sede en Tucupita. De un maletín el pagador extraía un sobre contentivo de los emolumentos profesionales correspondiente al pago a mi madre como personal paramédico adscrito al Ministerio de Sanidad y seguidamente emprendían la continuidad de su itinerario; era comprensible que no se quedaran mucho tiempo, otros pueblos y caseríos les esperaban para la entrega de los respectivos pagos.
Recuerdo que mi madre le escribía al pagador en un papel una breve lista de productos para cuando volvieran el siguiente mes: se leía en el papel; sal, fósforo,
aceite, azúcar, creolina (no podía faltar para espantar las culebras venenosas que merodeaban por los alrededores del Dispensario-Casa. Recuerdo que mi madre quitaba la grapa al sobre y extraía de su interior un billete de no sé cuál denominación y le entregaba al pagador junto con el breve listín de los productos anotados en la encomienda.
La luz nocturna era un pote de aceite con aceite de motor y kerosene y una mecha o trapo de tela; le decíamos «mechurrio». La encendíamos a las 6:30 de la tarde y la apagámos a las 10 u 11 pm cuando la radio de pilas dictaba en la voz del locutor la hora en cuestión. La radio, onda corta y onda larga era nuestro «internet» en esa época de tupidas y abigarradas soledades umbrosas de agua, sol y lluvias por los cuatro puntos cardinales. Nuestra dieta alimentaria diaria era a base de pescado: morocoto, (fresco y salado), bagre, eventualmente lebranche, busco, guaraguara, guabina, caribe (frito) y cacería salvaje, lapa, chigüire, báquiro, iguana y cuando bajaba el río, pollos y gallinas criollas. Toda esa proteína iba acompañada de bola de plátano, casabe fresco, ocumo chino, plátano verde, yuca, muy raras veces comíamos arepa de harina precocida industrializada.
A finales de 1966 mi madre fue trasladada del caño de araguao a la población de Santa Catalina. Acababa de ser inaugurada la Escuela Granja Agropecuaria de Santa Catalina. Recuerdo los pormenores de esa travesía fluvial que constituyó mi primera migración existencial. Era yo un párvulo de apenas siete años. Mi arribo a la mítica comunidad de Santa Catalina representó mi etapa edénica paradisíaca orinoquense por excelencia y narraré con lujo de detalles esta maravillosa etapa de mi existencia.
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