Hubo una época en que la izquierda se asociaba a aquella concepción del mundo que sostenía que la historia progresaba “inevitablemente” hacia formas más acertadas de justicia social. Esa izquierda fue la que promovió las grandes revoluciones del siglo XX a partir de la discusiones ideológicas entre el purismo economicista que manaba de la obra del Marx y la propia a praxis política de gente como Gramsci, quien hablaba del frente amplio entre obreros y campesinos; también la que causó infinidad de despropósitos en antiguas colonias europeas (como las terroríficas acciones de los Jemeres Rojos en Camboya); e igualmente la que creó la Primera Internacional de los Trabajadores (PIT), fundada en Londres en 1864 y luego la Segunda Internacional en 1889, cuya preocupación fundamental era la suerte de los trabajadores y la forma en que estos llegarían algún día al poder. A pesar de la cantidad de muertos que produjeron estas fantasías proféticas, como las llamó Joseph Conrad, no es menos cierto que en un principio esa misma izquierda se constituyó en la fuerza capaz de cambiar la realidad a través de la modificación de las estructuras económicas de la sociedad y sus categorías conceptuales.
Sin embargo, en el mundo insustancial, heterogéneo y líquido de hoy, los que se autocalifican de izquierdistas y progresistas parecen haber olvidado del todo a los simples trabajadores. Actualmente la izquierda está más preocupada por la sexualidad de las gallinas que del aumento del paro o del quiebre de un operador turístico como Thomas Cook y que se pierdan 2.500 trabajos directos; más pendiente de un performance erótico de escaso valor artístico y político que del continuo cierre de empresas, como ha sucedido recientemente en España y también en Chile. El marketing político ha hecho que los problemas relativos al género, el cuidado de las mascotas o la comida vegana, hayan desplazado a los intereses propios de la clase trabajadora; por lo que los autoproclamados progresistas han terminado convirtiéndose en una suerte de frikis que gritan sin orden ni concierto contra cualquier norma social (hasta el extremo de que en Chile han terminado hablando irresponsablemente de dictadura).
Es como si la sociedad del espectáculo, que llamó el filósofo francés Guy Debord (1967), se hubiera tragado toda lucha concreta; que el espectáculo de las imágenes haya sustituido las relaciones sociales determinadas. Tal vez Debord tenía razón y estamos asistiendo a una sociedad en la cual el espectáculo, con la complicidad de las redes sociales y el mundo de Internet, se ha convertido en la principal producción de la sociedad actual. No por casualidad en la actualidad abundan los reality show, en los cuales los individuos se regodean exponiendo sus intimidades, y hay algo que se llama Facebook, por ejemplo. Es lo que llamó también Jean Baudrillard la hiperrealidad, la cual estaría estrechamente relacionada con el simulacro (1978). Así, todo lo que vemos sería un simulacro en el cual la representación es más importante y tiene más trascendencia que lo que se está representando.
En el año 2004 dos profesores canadienses, Joseph Heath y Andrew Potter, escribieron un texto llamado Rebelarse vende: el negocio de la contracultura. La tesis fundamental de estos colegas es que los movimientos contraculturales han fracasado en su empeño de transformar la sociedad y más que una amenaza para ella se han convertido en otro producto del mercado. Según ellos, es necesario que movimientos como los de la antiglobalización, el feminismo o el ecologismo, que se llaman “progresistas”, se preocupen más por la justicia social de modo concreto y dejen de ser simples agitadores contra las normas establecidas.
En fin, tal vez estamos asistiendo a una nueva izquierda producto del bienestar y el espectáculo, desligada completamente del trabajo y el esfuerzo humano. Ya de por sí es sintomático que sus principales dirigentes no hayan dado golpe en su vida.
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