La ballena comienza con un plano de un Zoom en una universidad. Ustedes lo conocen, porque profesores y alumnos llegamos a odiarlo en la etapa de la pandemia. Digo, el plano estereotipado de la pantalla dividida en múltiples celdas.
En la película, escuchamos la voz de un profesor de literatura. Pero su imagen no aparece, la cámara “está apagada”.
El lente se acerca a la pantalla negra del profesor, y nos quedamos con su voz, a oscuras.
Así comienza The Whale, con una creativa inmersión en un mundo en “cuarentena”, en encierro, como el nuestro, el espacio de reclusión del obeso mórbido que protagoniza la película, obvia metáfora del Réquiem for a Dream del sueño americano.
Me sorprende La ballena en su arranque, más que sus críticos que la denostan porque es “melodramática”, porque “manipula emociones”, porque el trabajo del actor de subir de peso no es del todo honesto, debido al apoyo de las técnicas de maquillaje y diseño digital.
Puras pamplinas, puras ideas que aglutina una mirada frívola, más atenta a los detalles superfluos que al fondo de una adaptación teatral que invita a la disertación filosófica, a que hablemos de estética, que es la filosofía del cine.
Pienso que la película escoge un tono de deliberada conexión con una audiencia que consume, y mucho, pastillas de autoayuda.
Con ello y un atracón de teología, el personaje principal no ha superado su adversidad depresiva, que es imperativo de la literatura de bolsillo.
El filme expone, en su líder del reparto, no solo los estragos de la ansiedad por la comida, sino el fiasco de la positividad tóxica.
La religión acompañó al director desde la maravillosa Pi hasta la fallida Noah.
Pero en La ballena juega el rol de una relectura de la Biblia, según un antihéroe de realismo sucio que comete los siete pecados capitales, en su cuerpo, cual obeso de Seven.
Además, se ofrece como expiación y redención, en un ejercicio suicida que rememora al Toro Salvaje de Scorsese, al Paul Schrader de Mishima y First Reformed.
De cuerpo a cuerpo, como afirma Domenec Font, la cinta reescribe La Pasión de Cristo, con una visceralidad audiovisual que evoca los pasajes más contrarreformistas de Mel Gibson.
Un conjunto de imágenes perversas y semipornográficas de la obesidad, como diría Gubern, que exploran una forma de apocalipsis que vive y padece la familia de clase media en Norteamérica, en el mundo, al caer presa de un inmovilismo atroz, de un sedentarismo distópico que llaman “home office” y “delivery”, 24 por 7.
Un cementerio de fantasmas, de almas perdidas, de muertos en vida, de zombies, como el cuadro que pinta el autor con la furia goyesca que puebla el sector más interesante del Oscar en 2023, el de aguafuertes como Espíritus de la Isla, donde dos amigos literalmente se caen a garrotazos, como en un retablo de la serie negra, delante de una bruja, de una anciana desdentada, que los espera como la muerte.
The Whale, cómo no, tiene carne para que nos enojemos con ella, si andamos en el plan de El amante de otrora, pues es profusa en sentencias lapidarias, en imágenes y conceptos que la crítica le discutió antes a títulos similares como Las invasiones bárbaras y Mar adentro.
Con ellas comparte un cierto aire de cine indie y de cámara, que a veces chirrea por lo solemne, que en otras baja línea con parábolas demasiado explícitas, con una escritura de manual de canallas y sórdidos.
En cualquier caso, considero que The Whale me acerca a la transcripción del Baudrillard de Las estrategias fatales, cuando escribió el capítulo de la obesidad como representación de un crimen perfecto, de un vacío que explora la existencia por la saturación de sus tejidos físicos.
En el filme, la paradoja es evidente entre la inmensidad de su protagonista y la fragilidad de su ecosistema, bajo un encierro que es actualmente el nuestro, después de la chapuza de Wuhan.
De modo que La ballena es retrato de una generación desintegrada en casa, la generación de los incels, la de los gamers infatigables, la de las subculturas de Reddit que se declaran antisociales y que sueñan con la destrucción de todo, al alcance de un click, de un shooting programado, cual fallo en la Matrix.
The Whale nos inspira en su lograda revisión de Moby Dick, al cruzar los destinos de su historia con la novela del Melville.
El tiempo no pasa en vano, pero el subtexto queda para que lo refresquemos.
El viejo Darren hace su versión tomando al pie de la letra una obra teatral. De ahí su planificación austera de un hijo de Cassavetes, de un Welles patético que lee a los clásicos ante el espejo, a la espera de su funeral.
Con sus implantes y su presupuesto, su apuesta por el método y su oscuridad kamikaze, La ballena es también descendiente de Othello, del ensayo de F for Fake, de los tormentos expresionistas y kafkianos de El proceso, en un relato Samsa, de una metamorfosis que bebe de los caprichos new age de La fuente.
Puede que todo el cine del realizador quepa en La ballena, lo grande y lo pequeño, lo poderoso y lo menor, lo sublime y lo redundante.
No importa. Mientras Darren siga filmando con honestidad y vigor, aquí tendrá un fiel defensor, que todavía se conmueve con sus giros y sus recuperaciones de estrellas en decadencia, como secuela de El luchador.
Claro que no estoy solo.
Ustedes me dirán si lo bancan como yo en el foro.
Por aquí los espero.