El debate acerca de la prórroga del mandato de la Asamblea Nacional electa en 2015, debido a la falta de elecciones presidenciales y parlamentarias reconocidas y sobre la propuesta de eliminación de la figura del encargado de la Presidencia de la República de Venezuela, desnuda la tragedia secular de la nación; representada aquella, hoy, en los diputados de mayoría que hasta ayer tremolaban, lanza en ristre, su desprecio hacia el régimen de facto por destructor del orden constitucional y democrático.
Los partidos del llamado G-3 (Acción Democrática, Primero Justicia y Un Nuevo Tiempo), tributarios el primero y el último, como el líder fundamental del segundo, de una suerte de credo socialista nominal, afirman ser los parteros generosos del interinato de Juan Guaidó. Sostienen, así, su autoridad para ponerle fin, por ineficaz y dada la necesidad, arguyen, de hacer congruente la función de gobierno –que se reservarán– con los cometidos de orden económico-financiero prevalecientes, léase, el cuidado de los activos patrimoniales en el exterior.
Si mediase una racionalidad práctica y no utilitaria como lo es, podría decirse que el G-3 regresa en sus pasos para coincidir “ideológicamente” con Nicolás Maduro: Vivimos “un contexto de crisis económica en el que parece que el poder económico tiene la capacidad para vaciar el margen de actuación de lo político”, argumentaría Pablo Simón desde la crítica marxista. Pero la cuestión es más procaz.
Allan R. Brewer Carías precisa que se trata de un disparate. Parte de una premisa falsificada, como decir que el presidente «encargado» de la República es la obra de un Estatuto dictado por la Asamblea Nacional el 5 de febrero de 2019, de suyo eliminable mediante su reforma, y borrando la memoria de sus orígenes.
Lo veraz es que esa función confiada al presidente del órgano legislativo –jamás a su plenario– es un mandato que tiene su fuente en el artículo 233 constitucional. Es inexcusable: “Cuando se produzca la falta absoluta del presidente electo o presidenta electa antes de tomar posesión [como así ocurrió el 10 de enero de 2019] se encargará de la Presidencia de la República el presidente o presidenta de la Asamblea Nacional”.
Que luego se dictará el Estatuto, fundado en la Constitución, para regular las actuaciones de los poderes hasta alcanzar el mencionado cometido: “Una nueva elección universal, directa y secreta”, y el regreso a la constitucionalidad desde la misma Constitución, en modo alguno cambia la verdad autónoma del encargado de la Presidencia.
Sostener lo contrario sitúa a la mayoría parlamentaria en el mismo plano de usurpación de poder que se le atribuye a Maduro. Sus decisiones serían inválidas: “Toda autoridad usurpada es ineficaz y sus actos son nulos”, reza el artículo 138 de la Constitución. Y mediaría una usurpación en doble vía.
Una es la emanación de un acto para el que carece de competencia la Asamblea, como abrogar mediante una reforma estatutaria la norma del artículo 233 constitucional que establece la figura del encargado presidencial, y sobreponerse al poder constituyente. Otra, el trasladar hacia su seno competencias propias del Poder Ejecutivo, con lo que otra vez vulnera al poder constituyente y atenta contra el dogma democrático de la división de poderes, a contravía del artículo 136 de la Constitución y de la Carta Democrática Interamericana.
El entuerto actual, cabe decirlo, es la consecuencia de una desviación constitucional originaria.
Se gestó en 2019, una vez como advierten los diputados que, por obra del azar, uno de ellos, el mismo Guaidó, sería eso por lo que todos a uno confrontan a muerte y se han traicionado en reciprocidad, para solo reunirse – que no unirse – durante cada elección o repartición de cuotas de poder virtual bajo una dictadura que todo lo concentra. Les resultaba inaceptable que la Jefatura del Estado quedase en manos de un militante de base.
De allí la forja de ese modelo inexistente –creado por vía del Estatuto para la Transición hacia la Democracia– como ajeno a nuestra tradición constitucional, la de un gobierno parlamentario ahora interesado en hacerse del poder gubernamental, no para controlarlo sino para acceder sin cortapisas a los dineros que administra. Y para ello, en repetición de lo que han sido nuestras «patadas» constitucionales, tanto como ayer se busca tumbar al gobernante en ejercicio e incómodo alegando supuestas razones de legalidad, para así confeccionar otro traje a la medida, otra Constitución para quien le sustituya seguidamente.
El acuerdo adoptado por la Asamblea el 15 de enero de 2019, cinco días después de haber cristalizado el mandato excepcional de Guaidó como encargado del gobierno y por encontrarse ejerciendo la presidencia del órgano legislativo, y a veinte días de aprobarse el Estatuto para la Transición, revela el despropósito que siempre animara a los diputados que entonces conformaban al G-4, junto a Voluntad Popular. Violaron la Constitución y decidieron, como se lee en el señalado acuerdo, “aprobar el marco legislativo para la transición política y económica, fijando las condiciones jurídicas que permita iniciar un proceso progresivo y temporal de transferencia de las competencias del Poder Ejecutivo al Poder Legislativo”. Maduro lo hizo a la reversa. Se quedó con los poderes de legislación y gobierna por decreto.
El golpe progresivo a la Constitución se está consumando. Llega a su final.
Los «opositores» han callado durante 4 años, pues todos a uno se engolosinaron con la posibilidad de gobernar, así fuese de modo imaginario. Olvidaron el sentido propio de la transición fijado por el artículo 233: realizar unas elecciones presidenciales para resolver sobre la falta absoluta del presidente de la República. Nada más.
Razón tenía don Andrés Bello cuando al escribir la historia nuestra, en 1810, observaba que “en la gobernación de Venezuela era el hallazgo de El Dorado el móvil de todas las empresas, la causa de todos los males”. Como razón tuvo luego Mario Briceño Iragorry, al publicar su texto La traición de los mejores (1953).
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