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«La Asunción» de Doménikos Theotokópoulos (el Greco)

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Hoy vamos a comentar La Asunción pintada por el Greco. Pero ¿quién fue este pintor? Su verdadero nombre es Doménikos Theotokópoulos, aunque pasó a la Historia del Arte como el Greco. Nació en Heraclión en el año 1541, capital de Creta, isla que formaba parte de la Serenìsima Repùblega de Venèsia y falleció en Toledo, en 1614.

Comenzó su carrera pintando íconos; al irse a Venecia, entró en una etapa muy importante de su formación, puesto que allí conoció la producción pictórica de dos grandes artistas, Tiziano y Tintoretto, quienes, junto con el inigualable genio Michelangelo Buonarroti, constituyen la tríada de maestros que marcaron toda su producción artística.

Durante mucho tiempo fue calificado como un pintor excéntrico y su estilo, tan propio y singular, a veces fue visto como producto de un hombre de escaso talento artístico. Incluso, sus figuras alargadas, que tanta fama le han dado y que imprimieron a sus cuadros una peculiarísima originalidad, fueron interpretadas como una distorsión ocasionada por un defecto visual. Contemporáneamente, este rasgo tan propio se ha reconocido como su excepcional cualidad: la maestría insuperable para usar los colores. En el presente, el Greco es valorado como uno de los grandes genios de la pintura universal.

Cuando caracterizamos su obra, se hace indispensable destacar la influencia del arte bizantino, recibida durante sus inicios en Creta, en especial del mosaico. Recordemos que la iconografía de los mosaicos estaba compuesta básicamente por imágenes de carácter religioso, así como también se usó la figura del emperador, constituyendo sus motivos primordiales. La abundancia del color y de la luminosidad son rasgos propios del mosaico bizantino que buscaban desempeñar un papel formativo y sobre todo simbólico; de ellos, el Greco aprendió la manera de materializar su profundo carácter religioso, así como plasmar la excepcional simetría con la cual dota a todas y cada una de sus obras.

El Greco vivió durante los siglos XVI y parte del XVII, coincidiendo con el llamado Siglo de las Reformas, etapa histórica que produjo un giro radical, tanto en la cultura como en el ámbito religioso, dando lugar a cambios que repercutieron de manera decisiva en las diversas manifestaciones del quehacer humano.

Es ineludible recordar que para esos siglos todavía persistía la cosmovisión que envolvía la concepción de la Christianitas, es decir, «una sociedad temporal que supera el significado de la Ecclesia». En síntesis, la Cristiandad era comprendida desde la perspectiva de una jerarquía, cuyo fundamento derivaba claramente de aceptar a la religión como guía unificadora. Pero la Cristiandad se escindió a partir de la ruptura que ocasionó el predominio de lo subjetivo en las elucidaciones de la fe; todo ello estimuló la aparición de diversas doctrinas, además de la fisura provocada por Martín Lutero, que      significó, en definitiva, el quiebre de la unidad cristiana que había guiado a los reinos europeos durante prácticamente un milenio.

La Reforma Protestante tenía una fuerte actitud purista y esto trajo como consecuencia el archiconocido furor iconoclasta que se extendió muy rápidamente. Vieron en las imágenes plasmada la «religiosidad» que combatían, aquella que señalaron que estaba excesivamente absorta en la fastuosidad, en la avaricia, en fin, todo lo que Erasmo criticó en su momento.

Se produjo, entonces, un diferente prototipo artístico, promovido a raíz de la clausura del Concilio de Trento, cuando en su sesión final, diciembre de 1563, se dijo que con la pintura: «(…) se instruye y confirma al pueblo recordándole los artículos de fe. (…)». Y «(…) se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos (…)». Evidentemente, la Iglesia Católica le dio un espaldarazo a la pintura como medio para vivificar la fe, y una manera visual muy adecuada para la propagación de la fe sobre todo en tiempos en los cuales eran innumerables los fieles que no sabían leer. Así, el arte de la pintura fue legitimado, aun cuando se hizo hincapié en el rechazo a «todo lo que pudiera considerarse “desordenado”, “profano”, “deshonesto” y las iconografías “desusadas y nuevas”». Además, el Concilio de Trento añadió: «Enseñen además que las imágenes de Jesucristo, de la Virgen Madre de Dios y de los demás santos deben se expuestas y conservadas, principalmente en los templos y que ha de tributárseles el honor y la veneración debidos».

Se comprende así que una cantidad representativa de los cuadros pintados por el Greco guardan correspondencia de manera estrecha con los preceptos procedentes del Concilio de Trento.

Soy una admiradora ferviente de su obra y la tentación es muy grande de escribir sobre cuadros que son de mi predilección. Pero mi compromiso ha sido hablar sobre su versión de la Asunción de la Virgen María.

Es un óleo sobre lienzo de dimensiones considerables, 403,2 cm × 211,8 cm, realizado por encargo de Don Diego de Castilla, deán de la catedral de Toledo, quien había dispuesto que fuese enterrado en la iglesia del convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo. En relación con esta disposición, Don Diego ideó un proyecto emblemático donde los retablos estarían centrados en las figuras de Jesús y su Madre, la Virgen María, como la gran intercesora para lograr la salvación Eterna. Castilla había conocido al Greco, y lo eligió para que llevase a cabo este proyecto.

La estructura del cuadro se asemeja a La Asunción de Tiziano que pintó para la iglesia de Santa María dei Frari en Venecia -de la que hablé en artículo anterior- y asimila el principio escultórico que Michelangelo Buonarroti le imprimía a sus personajes. Vemos, en la base de la imaginaria figura piramidal que estructura a la obra, al heterogéneo conjunto de los apóstoles, en diferentes posiciones, dándole gran movimiento a la pintura.  Siguiendo la distribución que va en ascenso está María, que establece, junto a los ángeles, querubines y a los lados, las imágenes de san Juan Bautista y san Juan Evangelista, el «Rompimiento de Gloria»; término que designa al espacio artístico propia del estilo Barroco, que mediante un extraordinario uso de la perspectiva, haz de rectas proyectantes y la maestría en el escorzo de los personajes permite imaginar un espacio de carácter metafísico, que sirve de nexo entre lo terrenal con lo excelso, y, de esa manera, insinúa que el cielo se abre. Así, ambos espacios, terrenal y celestial, se sobreponen, y solo se observa una separación donde se pueden ver nubes.

¿Cómo se unen estos escenarios? Las miradas tienen un papel primordial. Los apóstoles ven hacia el cielo; san Pablo, hacia arriba; la túnica de María ha sido situada a ras de la cabeza de uno de los apóstoles. Por su parte, san Pedro, con una de sus manos en el pecho, mira hacia el ataúd vacío, legitimando el milagro. Los demás apóstoles exhiben diferentes reacciones ante el suceso. Tanto la luz como el uso de los colores dan muestras del influjo de la Escuela Veneciana.

Imposible finalizar sin referirme a las «manos» pintadas por el Greco. ¡Son manos que piensan, que hablan! Y, como de las manos y la relación con la inteligencia se ha hablado desde la Grecia antigua, voy a citar unas breves palabras de Aristóteles: «Anaxágoras dice que el hombre es el más inteligente de los seres vivos a causa de tener manos, pero lo razonable es decir que ha recibido las manos por ser el más inteligente. En efecto, las manos son un instrumento, y la naturaleza —tal como un hombre sabio— asigna cada cosa al que puede usarla» (Aristóteles, Partes Animal. IV 10, 687ª).

@yorisvillasana

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