OPINIÓN

La «asociación» de Puebla

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

La “asociación” entre la política y la criminalidad estructurada transnacional, en lo particular la del narcotráfico y lavado de dineros corruptos, que apela al terrorismo para inhibir a sus enemigos mediante la siembra del terror, es un fenómeno específico del siglo XXI. Es la consecuencia de la inevitable liquidez de las fronteras, más allá de que tal “asociación” y su holding cubano se hagan de enclaves que les aseguren la impunidad, mientras alcanzan a expandirse y dominar a nivel planetario.

No le basta o no es lo propio del ecosistema digital sobre el que se apuntala la “asociación” desafiar con la sola violencia a sus adversarios. Los cánones de la globalización la hacen cada vez más impertinente, en la medida misma en que las autopistas de la información le facilitan crear narrativas justificativas de su deshacer e instantáneamente.

Así que, las armas que apuntalan a este proyecto de maldad absoluta, suerte de tecnología para la destrucción, son las de la manipulación política de las realidades. Apelan al clima global de desconfianzas e incertidumbres imperante, incrementado por los neologismos en boga: posverdad, pospolítica, posmodernidad, posliberalismo, posdemocracia.

Ayer, la “asociación” se ocultaba tras el mito del socialismo del siglo XXI. Hoy se renueva como progresismo a ritmo de Twitter, tutelado por la naciente reconversión del Foro de Sao Paulo como Grupo de Puebla. La lucha contra el imperialismo es la categoría o símbolo resurrecto, gratamente musical a los oídos de la envejecida Europa y sus discípulos latinoamericanos.

Además, poder propulsar a través de las redes el reclamo airado e indignado de derechos como armas – no de los derechos humanos, que son todos y para todos, sino los de los diferentes, que pulverizan y siembran caos sin vocación de poder – les favorece. Quita la mirada sobre los actos criminales de la “asociación” y no arriesgan su poder real, salvo el de las entelequias de los Estados y gobernantes incómodos para esta, y les sirven para instrumentar su estrategia de disolución de los valores occidentales e imponer el relativismo.

En 1999, desde Venezuela se pacta la primera entente entre el narcotráfico – representado por las FARC – y la naciente revolución militar bolivariana. Luego, al requerirse de la sublimación del hecho, para asegurarlo en sus propósitos necrofílicos, se instala una narrativa apropiada al ecosistema global. Hugo Chávez se revela como el maestro de las ilusiones a la medida: “Yo mastico coca todos los días en la mañana y miren cómo estoy. Evo (Morales, gobernante de Bolivia) me regaló, así como Fidel (Castro) me manda helados Copelia y muchas otras cosas que me llegan frecuentemente de La Habana; Evo me manda pasta de coca. Se las recomiendo, entonces, no es cocaína…”, afirma ante el mundo, públicamente, en acto oficial, en 2008.

Banalizado el narcotráfico, llegado el 2009 e intentando blindar Mel Zelaya su dominio en Honduras como parte de la “asociación”, busca repetir la fórmula castro-chavista. Provoca una constituyente “democrática” para quedarse en el poder eterna y democráticamente, lo que lo expulsa. Su caída arriesga a la “asociación”. Chávez y su canciller Nicolás Maduro, junto a la gobernante argentina, Cristina Kirchner y el chileno José Miguel Insulza, secretario de la OEA, arman una intervención para reparar los daños. Honduras es el puente de oro de los negocios hacia el norte.

La intervención se frena, pero se impone la solución negociada, sugerida por otros presidentes de la región que prefieren distraerse con los árboles sin mirar al bosque. El diálogo es, al cabo, la gran ganancia de la “asociación”. Es reconocida como actor político y a su holding habanero se le consagra como la Meca de la Paz.

Así, llegado el gobierno de Juan Manuel Santos en Colombia, se pasa la página de la acusación de Álvaro Uribe contra Chávez por sus vínculos con el narcotráfico y como responsable de crímenes de lesa humanidad. Pacta el primero con las FARC e invita a Porfirio Lobo, sucesor de Zelaya, para que se entienda con éste. Lobo, más tarde, pasará por el trago amargo de ver a su hijo involucrado en el narcotráfico, como parte de la “asociación”.

Los muertos y el crimen por ajustes de cuentas, no obstante, se hacen exponenciales. Hay altos y bajos en la gerencia de la “asociación” que se le encomienda a Nicolás Maduro, siempre bajo los dictados del holding. Pero la guerra de narrativas, en las redes, tamiza lo peor y hace mudar las percepciones de la realidad.

Pasada una década, el mayor beneficiario del lavado de los dineros criminales, Lula da Silva, es puesto en libertad. La Kirchner, bajo cuyo mandato ingresa la “asociación” con sus dineros a la Argentina, sometida a juicio es electa vicepresidenta. Y al término, el protector de la mayor cadena de producción de cocaína, Evo Morales, miembro de la “asociación”, expulsado por la misma deriva de violencia popular que alimenta el buró diplomático de esta – el Grupo de Puebla – para diluir las acciones internacionales en contra de su más preciado enclave, la Venezuela de Maduro, es acogido con honores por Andrés Manuel López Obrador. Días antes, dicho gobernante, pone en libertad al hijo del Chapo Guzmán, el mayor narcotraficante de México.

En suma, la cuestión es que mientras avanza la “asociación” y otra vez copa espacios desestabilizando a sus críticos, los europeos obvian la criminalidad transnacional y política para no dejar sin piso a su monserga antinorteamericana. Ser parte tácita de la “asociación”, a través de su mascarón de proa útil, el holding cubano, lo juzgan de preferible. Entre tanto, las víctimas son brizna de paja en el viento, letras muertas en los informes de la ONU.

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