OPINIÓN

La apoteosis en Estados Unidos

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Ocurrida la ovación al presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó, en la sesión del Congreso de Estados Unidos que recibe el mensaje sobre el Estado de la Unión por el presidente Donald Trump, inevitable es estimarla, desde ya, como un hito histórico.

Más allá de los resabios que, desde siempre y como rito, empujan a nuestras élites latinoamericanas a dejar testimonio de su horror ante cualquier atadura con la Casa Blanca, cierto es que nuestra relación con el norte ha sido y es existencial. No por la cuestión petrolera, en el caso venezolano. Se debe a un vínculo mineralizado en el altar de una religión común, la de la libertad, que sigue vigente, mientras no nos avergoncemos de nuestra tradición judeocristiana como lo hacen los europeos, ahora feligreses del relativismo.

Lo veraz es que en los momentos más difíciles del tránsito venezolano o en los afirmativos, Estados Unidos ha sido solidario, invariablemente, y también respetuoso de sus decisiones soberanas. Esa es la experiencia, la que se conoce y se constata documentalmente.

Imposible obviar la célebre apoteosis de 1850. Las autoridades de Nueva York le rinden homenaje colectivo y popular al general José Antonio Páez, llegando a su exilio, “por sus servicios en la causa de la libertad republicana”. El vapor Sudamérica lo busca en State Island y las fuerzas de la Guardia Nacional le rinden honores vestidas de gala, según lo replica la prensa estadounidense.

“Debemos mirar con veneración a la Gran República, monumento de los fines de la Providencia y de la grandeza humana, y si no por tan noble destino, debiéramos interesarnos en su prosperidad porque fue siempre el asilo de los hombres libres perseguidos por los déspotas o por la tiranía de las revoluciones”, señala en su autobiografía el primer presidente de la república de Venezuela.

Sus restos, devueltos a Caracas en 1888, son honrados por Estados Unidos, como si se tratase de uno de sus hijos más dilectos. Bajo salvas de artillería los pasea por la Quinta Avenida de Nueva York, antes de subirlos a la fragata Pensacola y luego de ser expuestos para visita del público aglomerado en la Casa Consistorial.

No concluye el siglo XIX turbulento sin que, agredida esta vez por la voracidad territorial sobre la Guayana, le sirva de defensor de sus intereses a Venezuela un abogado norteamericano, Severo Mallet-Prevost, quien, de concierto con su compatriota, el juez David Brewer, enfrenta las colusiones y corruptelas de los árbitros ruso-británicos que, en voto de mayoría, en 1897, le cortan un costado al cuerpo de la nación. Intentan llevarse hasta el río Orinoco.

El memorándum, que se hace público en 1949, es el que permite a los gobiernos de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, llegada la democracia civil, plantear la reclamación por el Esequibo ante la Gran Bretaña; que tiran por la borda, traicionando a la patria, quienes esta vez, como usurpadores, se rasgan las vestiduras frente al “Imperio”.

Llegado el siglo XX, las potencias europeas bloquean nuestros puertos: 15 unidades de la armada inglesa y alemana se sitúan en el puerto de La Guaira, mientras otras siguen a Puerto Cabello y Maracaibo. “La planta insolente del extranjero profana el sagrado suelo de la patria”, en 1902. A la sazón, una vez más, ha lugar a la mediación de Washington que pone fin al enojoso entuerto. En “in-gratitud” postrera, la respuesta infantil es acusar al norte de intentar favorecerse comercialmente de dicha relación renovada, bajo el gobierno de Roosevelt.

Inaugurándose la república civil de 1959, víctima de la violencia guerrillera que se organiza desde Cuba y horadándose otra vez el sagrado territorio, Estados Unidos acompaña activamente a Venezuela. Salvaguarda su democracia en cierne, con independencia del que fuera su comportamiento distinto en otros sitios.

A mediados de 1970, el Congreso de Estados Unidos, presente el gabinete que conduce Richard Nixon, aplaude de pie a Rafael Caldera, presidente venezolano, quien habla ante el mismo, y quien más tarde, en defensa de los intereses nacionales, sin por ello recibir agravios desde la Casa Blanca denuncia el Tratado de Reciprocidad Comercial del 6 de noviembre de 1939.

El evento que, en pleno siglo XXI, tiene como actor al presidente Guaidó y pone a prueba crítica la habilidad diplomática de su embajada en Washington, que conduce otro político de las nuevas generaciones, Carlos Vecchio, marca un parteaguas a profundidad. Diríase que es similar al del tiempo de Betancourt, cuando se ensambla una alianza hemisférica antidictaduras, desde la OEA.

Esta vez, bajo un esquema que trabajan el presidente de Colombia, Iván Duque, junto con el presidente Trump y su secretario de Estado, Mike Pompeo, el asunto se desplaza hacia Europa con Guaidó a la cabeza. La cuestión tiene otra tesitura. No se trata de la lucha contra una dictadura, tampoco de una diferencia ideológica salvable.

El desiderátum de “urgencia” es conjurar, desde Venezuela, la degeneración del socialismo real, a partir de 1989, en una entente global que une al crimen y al terrorismo con la política. Ocurre la captación de Estados y gobiernos por grupos estructurados delictivos y transnacionales, ávidos de espacios de impunidad.

Reconocer desde Washington al presidente Guaidó dice, pues, algo más que la mera validación de su legitimidad o el aprecio de la lucha de los venezolanos por su libertad. La guerra no es de laureles. El enemigo, sin ataduras morales, es el narcotráfico y son sus negocios planetarios.

correoaustral@gmail.com