Norberto Bobbio solía señalar que en el siglo pasado habían surgido por primera vez en la historia dos amenazas a la integridad total de la especie: el cambio climático y las armas nucleares. Anteriormente la historia estaba llena de horrores naturales y humana violencia, pero estas estaban circunscritos a sectores suyos, por extensos que fueran. Tales las dos guerras mundiales y sus decenas de millones de muertos. O terremotos y huracanes sin mesura. Solo los necios, los publicistas y los buenos creyentes dicen de entrada que la vida es bella.
Si bien es cierto que en determinados momentos el gran peligro bélico total parecía haber amainado por la caída del imperio soviético y hasta se habló de que la humanidad podía ser una y homogénea, democracia liberal y economía de mercado, por ende llegando a su fin y destinada a pacificarse paulatinamente, a limar definitivamente sus contradicciones mayores. Incluso paralelamente algunas cifras de pobreza mejoraron planetariamente y aun en el tercer mundo, sobre todo en la primera década del nuevo milenio, se alcanzaron mejoras económicas y sociales inéditas.
Pero esa primavera fue muy breve y yo no osaría decir que la situación actual del globo es mejor que la que precedió a la caída de los muros y las estatuas rojas. Es más, diría lo contrario.
Para aquel entonces el cambio climático tenía dos características que se han agravado. Por una parte parecía un asunto a entrar en acción en un lapso de más bien prolongado, a lo mejor un siglo y todavía se podía debatir si realmente habían suficientes evidencias como para darlo como un horizonte cierto e irreversible; no olvidar que, hasta el monstruoso Trump, apenas ayer, era un negacionista empedernido del hecho de que la mano del hombre y sus avances tecnológicos e industriales tuviesen que ver con el apocalíptico futuro. Hoy parece ya un delirio de la más alta patología mantener tales posiciones a tal punto se han precipitado, a una velocidad pasmosa, fenómenos naturales aterrantes en casi todos los espacios del planeta, siendo cada vez más innegable su vínculo con contaminantes de la acción del hombre. Es más, se puede afirmar que ya ni siquiera es un fenómeno por venir, sino que ya está aquí y su devastación crece aceleradamente y, a lo mejor, irreversiblemente.
En cuanto al peligro nuclear, es cierto que ha descendido la violencia de ese siglo XX tan desaforadamente cruel. Pero de alguna forma ese equilibrio del terror que fue la Guerra Fría entre las dos grandes potencias funcionó como un freno a grandes conflictos bélicos, que involucraran el armamento nuclear, lo que conduciría con la mayor seguridad a la destrucción de toda vida humana sobre la tierra.
Igualmente se podría invocar que las instituciones y la diplomacia internacionales han aumentado su poder de apaciguamiento de los impulsos tanáticos de la especie, al menos en alguna medida. Pero, de otra parte, vivimos en un escenario sumamente deteriorado ideológica y políticamente, éticamente, en que sin duda van a proliferar conflictos posiblemente de escalas menores, solo posiblemente menores, pero capaces de someternos a una irracionalidad y una violencia incesante que no tendrá nada de envidiable.
Baste recordar, para no abundar, los recientes acontecimientos de Afganistán y medir los valores civilizatorios que allí se fueron al infierno para mostrar la irracionalidad de este mundo de la posverdad y la ausencia de ideas y de fines. El mundo no es y probablemente no será en mucho tiempo un planeta atemperado y razonable.
Las precarias mejorías entre las partes del globo, ricos y pobres, que señalábamos más arriba, el tiempo de un vals histórico, sin duda se vienen al suelo producto de unos enemigos virales invisibles que ya han asesinado millones de congéneres y deteriorados inmensos bienes materiales.
La desigualdad que parece ser el tema de nuestro siglo XXI, que ni el socialismo ni el liberalismo han podido enderezar, no solo hace que haya hombres míseros que viven casi la mitad de los años que otros afortunados, por millones, sino que aun en los países ricos han creado tal concentración del capital y estancamiento de las clases medias y pobres que son palanca para los más imprevisibles choques sociales, de París a Santiago de Chile.
Y solo enunciaremos que quizás la apuesta más amplia sea la que atraviesa toda la modernidad, el balance del reino de la ciencia y la tecnología, hasta qué punto el bien que su descomunal desarrollo compensa los males que segrega liberada de un control realmente humano y no de una impersonal lógica mercantil. Sí, estamos hurgando en las entrañas de Marte, pero las formas de control de la libertad personal que ya ha realizado China y su creciente poderío mundial pueden augurar la más difícil sobrevivencia de todo humanismo, de la libertad. Claro, es un tema para volúmenes y volúmenes. ¿Pero no tiene usted la sensación de que estamos haciendo apuestas muy radicales, acaso totales, nunca vistas de nuestros cuerpos y almas?
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