En la foto tomada hace treinta años en el cementerio ucraniano donde están enterrados mis antepasados rusos, se me ve arrodillado junto a una mujer muy anciana apoyada en un bastón, con el pelo cubierto por un pañuelo negro. Detrás de nosotros se alza la iglesia rusa que mi bisabuelo construyó en su finca y donde yace enterrado. La anciana, que en ese momento rondaba los 80 años, era la última aldeana que quedaba que podía recordar la época en que nuestra familia vivió allí. En aquel entonces era una niña de 6 o 7 años que iba corriendo hasta la puerta de la cocina de la casa grande llevando arándanos en el delantal y a la que la hermana de mi abuelo convidaba a una cucharada de mermelada caliente. Después llegó la revolución, mi familia huyó y cerraron la iglesia. Más tarde, los agentes soviéticos de la ciudad confiscaron el grano, se llevaron a los gulags y dejaron morir de hambre a la gente. El Holodomor, la hambruna que Stalin infligió a Ucrania, redujo a las personas que habían cultivado la tierra más rica de Europa a comer hierba. Y luego vino la guerra. Los alemanes prendían fuego a los tejados de paja del pueblo, arrojaban a los judíos locales a fosas y los fusilaban. La anciana se sentó a mi lado en la iglesia y, al acabar su relato, apoyó su delgado cuerpo en el mío y, acto seguido, empezó a lanzar alaridos.
Nunca he olvidado ese sonido. Cada vez que lo vuelvo a oír en mi memoria, comprendo de qué va la lucha ucraniana. Las tropas que luchan por resistir en Pokrovsk, en el este de Ucrania, los bomberos que sacan a los civiles de los escombros en Járkov, los pilotos de drones que apuntan a los barcos rusos en el mar Negro, luchan por darse y darles a sus hijos una historia diferente de la que hizo aullar a aquella anciana.
Esto es lo que por lo visto no entendemos. Cada vez más, la opinión pública europea occidental se desentiende de la lucha de los ucranianos. La carnicería parece increíble –¿verdaderamente es posible que medio millón de rusos y puede que casi el mismo número de ucranianos hayan muerto o resultado heridos desde 2022?–, pero es como si las muertes estuvieran ocurriendo en otro planeta y las advertencias de nuestros políticos de que nuestra seguridad depende de una victoria ucraniana nos parecen abstractas, endebles, poco creíbles.
Si realmente luchan por nosotros, es porque los ucranianos están librando la última batalla contra el imperialismo europeo. Todas las demás potencias imperiales de Europa han renunciado a sus colonias y han empezado a rendir cuentas por el daño que los imperios causaron a sus súbditos coloniales y a su propio pueblo. Porque con el imperio llegaron la jerarquía de las razas y la dominación, la violencia y la crueldad justificadas por la etnia. Estos venenos siguen fluyendo por nuestras venas. Igual de dañina ha sido la nostalgia por la desaparecida grandeza imperial. Incluso en Estados Unidos, que no tuvo imperio, pero sí una hegemonía inmensamente rentable, uno de los candidatos a presidente juega con esta nostalgia letal cuando pide a sus partidarios «que hagan que Estados Unidos vuelva a ser grande».
No se puede construir la democracia en un país a menos que se prescinda del imperio en el extranjero y se sustituya la nostalgia por su pérdida por un nuevo sentido de la posibilidad cívica. Historiadores españoles me han contado que la derrota final del imperio español y la pérdida de Cuba y Filipinas a principios del siglo XX propiciaron el giro autoritario que entregó España a Franco y retrasó la transición a la democracia durante una generación. El imperio en África impidió a Portugal emprender el camino democrático hasta 1974. El movimiento de derechas de Marine Le Pen en Francia nació de la furia de su padre por la pérdida de Argelia y su desprecio por las instituciones democráticas que De Gaulle instauró tras sacar a Francia del norte de África. En Gran Bretaña, el Gobierno laborista de 1945 comprendió que no podría construir la democracia en su país a menos que abandonara India y Palestina. Alemania tuvo que ser pulverizada por la derrota antes de renunciar a su fantasía de un imperio alemán que se extendiera por toda Europa y Asia. Hasta que renunció a sus ilusiones imperiales en el extranjero, no pudo construir una democracia en el país.
Rusia sigue siendo la única sociedad europea que nunca ha hecho eso. Al negarse a reconocer el legado de Stalin, al no enfrentarse a sus crímenes en Ucrania, en las otras ‘naciones cautivas’ y en la propia Rusia, ha cerrado cualquier camino hacia un futuro democrático. Su pueblo se ha expuesto a la tiranía perpetua de un hombre que lo único que puede hacer es arrojar a sus hijos a la ‘picadora de carne’ que es la guerra, con el objetivo de conseguir un imperio. Esta es la patología letal contra la que Ucrania lucha en nuestro nombre. Cuando los ucranianos afirman que quieren unirse a Europa, lo que quieren decir es que quieren arrancarse el imperio del alma y volver a respirar como un pueblo libre, libre de un pasado cuyo recuerdo hacía aullar de dolor a una anciana.
Es mejor olvidar todas las nostalgias imperiales, incluso las benignas como la suya y la mía por los dulces días del antiguo régimen, cuando mis antepasados rusos mantenían la puerta de la cocina abierta para las niñas campesinas y les daban cucharadas de mermelada de moras. Una Ucrania libre tendrá que hacer las paces con los restos de la vieja Rusia, como el patio de la iglesia donde están enterrados mis antepasados. En estos momentos, están retirando a Tolstoi de las estanterías y derribando a Catalina la Grande de su pedestal en Odesa. Más adelante llegará el momento de un ajuste de cuentas más complicado. Uno tiene que reconocer toda su historia, no solo las partes que encajan en sus mitologías. Una vez que haya conseguido una paz con la que pueda vivir, la Ucrania libre tendrá que asumir la huella del pasado ruso en su alma y después liberarse de ese pasado y empezar a construir una nueva historia más allá del terror, la violencia y el miedo.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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