Sin duda, el vacío que dejará Angela Merkel en la política global será inconmensurable, y este hecho, más que resaltar sus extraordinarias cualidades de estadista y de beneficiosa líder, como en efecto lo hace, debe ser motivo de alarma por lo que podría suponer la ausencia de un liderazgo —de muchos, no de una suerte de «salvador»— que se interponga en el camino de un bloque totalitario que no solo se organiza cada día mejor, sino que ahora derriba democracias con pasmosa facilidad y ante la mirada de un mundo que no parece reparar en su creciente vulnerabilidad.
Merkel, por supuesto, no impidió el avance de tal bloque en sus más de tres lustros al frente de Alemania y, en muchos sentidos, de la Unión Europea, pues es, a fin de cuentas, una persona dentro del universo de encubiertos intereses contrarios a los de las mayorías que excede las mejores capacidades individuales para enfrentarlos en su conjunto, pero ¿que tanto más habría avanzado tal bloque en estos años, por ejemplo en Europa, sin su influyente figura en el panorama internacional? Y es esta justamente la pregunta que hoy surge ante la visión de futuribles nada alentadores, sin las influencias que deberían contribuir al afianzamiento de una auténtica cultura democrática y a una decidida defensa de la libertad de todos en todas partes, con una clara comprensión de lo que cada nuevo secuestro de una nación significa para la preservación de la del resto.
El duque de Cambridge, verbigracia, acaba de acaparar la atención por su infantil crítica a la naciente industria privada de los viajes espaciales, hecha además al margen de la consideración del abanico de posibilidades científicas, tecnológicas, económicas, culturales y de otra índole que ella abre, y desde esa extendida confusión por la que no pocos toman turismo por exploración en tal contexto, aunque esto no es lo que más llama la atención del episodio en cuestión, sino el que la crítica provenga del ya casi cuadragenario príncipe que de puntillas, y más allá de la puntual ayuda a un amigo, caminó con el mayor sigilo por el escabroso terreno de la situación del pueblo afgano tras el reciente golpe talibán; una conducta que si bien no se aparta ni un milímetro de la línea que por cerca de setenta años ha seguido su abuela, la admirada monarca británica, hace temer que un día él, como sonriente jefe de Estado no dado a la «injerencia», siempre dispuesto a hacer lo que le digan que haga, a estrechar las manos que le digan que estreche —aun las de los más infames violadores de derechos humanos— y a firmar todo lo que le envíen desde el Parlamento o desde el propio despacho del primer ministro en aras del cumplimiento de su máximo «deber» —aunque familiar—, esto es, el mantenimiento de la institución monárquica, termine avalando aventuras de oscuros personajes sin los diques que han existido incluso en erráticos gobernantes como Boris Johnson.
Si bien la fuente de la admiración hacia la reina Isabel II es su escrupuloso respeto al implícito pacto de «caballeros» —y damas— por el que las funciones gubernamentales se han ejercido con absoluta independencia de la Corona dentro del, hasta ahora, saludable marco democrático del Reino Unido, una monarquía que deje de servir de contrapeso en la compleja dinámica del ejercicio del poder en una democracia clave como aquella podría terminar haciendo un enorme daño, y no solamente a los británicos. Y como este, otros mil ejemplos dan una idea de la escasez de un sólido liderazgo impulsor del desarrollo que podría materializarse como indeseada realidad en las próximas décadas.
Un en extremo desacertado Biden, para quien el tren de la reelección muy probablemente ya pasó, y la falta de figuras con el suficiente ascendente para bloquearle el paso al acechante Trump o a otros seudodemócratas ávidos de poder en Estados Unidos, la prevalente tendencia en la nueva generación de líderes «políticos» de Europa, de América Latina y de otras latitudes a abrazar las mismas «ideologías» que camuflan lo que en esencia no es del todo cónsono con la idea de una democracia plena y, por ende, propicia para una total expansión de las libertades fundamentales por conducto de una cultura tejida con la comprensión del significado de «igualdad» en términos de derechos y de su absoluto respeto, sin aquellas excepciones por el «bien mayor» que solo acaban allanando el camino a la constricción de la libertad de los más, el surgimiento de otra, pero de activistas, en la que, como en el caso de Greta Thunberg, no parece predominar el deseo de sumar a las buenas intenciones e inmensos caudales los conocimientos y demás competencias que puedan permitir el diseño y promoción de efectivas estrategias para la resolución de problemas sustantivos, incluyendo, sí, la crisis climática y el deterioro medioambiental, y la descomunal y creciente acumulación de poder en la reducida e inaccesible cúspide de los gigantes tecnológicos, constituyen algunos de ellos y dan una clara idea de lo que podría seguir a esta de por sí nociva distopía del fracaso si la ciudadanía no empodera a los líderes que en verdad requiere, aunque no para una pasiva aceptación de sus decisiones, sino para trabajar de manera proactiva junto con ellos en favor de sus propios intereses.
Se trata de lo realmente prioritario, de la más urgente de las tareas que debería acometer la sociedad global en el turbulento hoy, máxime porque a esas carencias y distorsiones se suma la delincuencial deriva de amplios sectores que, so color de luchar contra las diversas formas de dominación, violan derechos como el que consagra, verbigracia, el artículo 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, por solo mencionar uno de los más frecuentes crímenes, racionalizados para su inaceptable justificación en el inconveniente contexto de un cada vez más extendido fariseísmo, de esta contemporaneidad en la que con tanta facilidad se confunde la agresión y la vulneración de la libertad y la dignidad del otro con el ético y sano ejercicio de aquellos derechos, sin atender a lo que sin ambigüedad alguna establece el artículo 30 de tal declaración.
Es prioritaria asimismo en virtud del actual desperdicio de recursos y de un valioso tiempo en el sostenimiento de aparatos de «lucha» inefectivos, sobre todo en países como Venezuela, azotados tanto por el mortífero accionar de la bestia totalitarista como por la también letal combinación de la ineptitud de unos y la laxitud de otros en el seno de grupos que dicen «querer» derrotarla. Sin embargo, ningún líder en verdad demócrata puede imponerse a sí mismo, por lo que le corresponde a la ciudadanía ayudar a quienes sí desean y pueden ayudarla a hacerlo.
No debería la ciudadanía pretender, por tanto, que sus auténticos líderes se «mojen». Más inteligente sería «mojarse» para que aquel liderazgo, el que la mayoría quiera así darse, pueda a su vez llevar a cabo por y junto con ella el difícil trabajo sin el que no pueden trascender la esfera de los anhelos la auténtica libertad y, en consecuencia, el desarrollo… a menos que bajen con lucentísimas alas desde el cielo.
@MiguelCardozoM