Vivimos tiempos de profunda depresión ante la evolución de la situación política. Es difícil encontrar un solo gesto que genere esperanza. Por eso me animo a recordarles que ayer fue el 34 aniversario de un día glorioso para todos los europeos que amamos la libertad. El 19 de agosto de 1989 fue el día de la gran evasión. Pero no estoy hablando de La gran evasión narrada en el cine por el gran John Sturges con actores de primera línea como Steve McQueen, James Garnes, Charles Bronson y Richard Attenborough. Estoy hablando del gran golpe que se dio ese día al Imperio Soviético en Sopron, localidad en la frontera entre Hungría y Austria.

Convocados por la Unión Paneuropea que presidía el archiduque Otto de Habsburgo se concentraron allí cientos de alemanes de la República Democrática. Porque hay que explicar a nuestros jóvenes que entonces había dos Alemanias: la República Federal, que era la Alemania Occidental y democrática, y la República Democrática, que era la oriental y dictatorial. Porque con la izquierda ya se sabe que te mienten hasta en su nombre. Y contra toda lógica, esa República Democrática impedía la libertad de movimientos. Y los alemanes del Este tenían prohibido cruzar la frontera y dirigirse a la Alemania Occidental. Para impedir esos movimientos se construyó el Muro de Berlín y el Telón de Acero.

Y en medio del derrumbe de la República Democrática por la pobre calidad de vida, sus ciudadanos empezaron a huir. Se refugiaban en embajadas occidentales en cualquier país de Europa Central. Empezó su gobierno a impedirles ir a algunos vecinos que no ayudaban con la represión como Checoslovaquia y Polonia. Pero tenían la certeza de la firme alianza del gobierno de Hungría. El archiduque Otto consiguió que sus amigos en el gobierno húngaro, a los que había convencido para que desde 1984 estuvieran haciendo una legislación compatible con la de la Comunidad Económica Europea, permitiesen una concentración en Sopron, en la frontera con Austria, pidiendo por la unidad de Europa. Su representante en el acto fue su hija menor, la archiduquesa Walburga, quien tras pronunciar unas palabras se acercó a la malla que fue el Telón de Acero y con cizallas empezó a cortarla hasta que la abrió. Nada menos que 661 ciudadanos de Alemania Oriental huyeron ese día a Austria por Hungría. Fue una puñalada en el corazón del régimen soviético que se desmoronó en cuatro meses.

Aquel fue un momento de gloria para los amantes de la libertad. Rusia recibió un golpe decisivo que frenó el imperialismo que le caracteriza, ya sea con los zares, con el comunismo o con Putin. Y lo recibió en el país que ya le había dado el primer golpe con su alzamiento de 1956 contra el comunismo.

Yo creo que es muy importante recordar aquel «Picnic paneuropeo» aunque sea en un aniversario tan poco redondo como el trigésimo cuarto porque vivimos de nuevo la amenaza del imperialismo ruso. Putin quiere recuperar el control sobre Europa Central. Los occidentales, con nuestra capacidad de acomodamiento y falta de espíritu de sacrificio, podemos acabar rindiéndonos. Pero como Rusia es una dictadura, Putin impondrá la guerra a sus súbditos. Especialmente a sus ciudadanos asiáticos, de regiones ignoradas por los medios de comunicación occidentales.

Como muy bien ha recordado Rainhard Kloucek, desde la Sociedad Europea Coudenhove-Kalergi, «Sólo hay un país miembro de la UE y de la OTAN que no parece tener problemas en aceptar, haciendo un llamamiento a un alto el fuego inmediato, que uno de sus países vecinos vuelva a estar -al menos parcialmente- ocupado por un ejercito asesino y colonial. Probablemente sea una ironía histórica que el primer ministro de ese país estuviera entre los que celebraron en 1989 el final de la presencia de las tropas coloniales rusas en Budapest».

Yo tengo un gran respeto por las políticas de Víctor Orbán en su propio país y creo que una voz crítica dentro de la Unión Europea puede ser muy positiva. Pero su posición en la guerra de Ucrania es una traición al legado de libertad que ha representado Hungría a lo largo de siglos.


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