Mientras un minúsculo segmento de nuestra sociedad busca exhibir su bienestar, solvencia y poder, la mayoría de nuestros ciudadanos agotan su vida, paciencia y modesto patrimonio en sobrevivir. Es lo que podemos definir como la agobiante cotidianidad que nos ofrece el socialismo del siglo XXI.
Levantarse cada día pensando cómo completar el exiguo salario que Maduro ha consolidado para los trabajadores de la nomina pública, y para muchos en el sector privado, (salario mínimo equivalente a 28 dólares mensuales, menos de un dólar por día) es de por sí ya una angustia que agota, extenúa y deprime. A esa realidad se enfrentan más de la mitad de los venezolanos.
El rebusque se ha convertido en una necesidad para cada ciudadano. No basta tener un empleo. Su salario no da ni para comer. Ello obliga a las personas a tener que ingeniárselas para salir a ejecutar otras tareas con las cuales conseguir ingresos adicionales. Pero no solo se debe pensar en los recursos financieros para cubrir los gastos de la familia. El agobio se eleva cuando se carece de servicios básicos para la vida.
Hay regiones del país donde no es posible preparar los alimentos, si se logran adquirir, porque en los hogares no hay energía eléctrica, ni gas ni leña. He podido comprobar las dificultades de miles de hogares a la hora de preparar su alimentación. El acceso a la energía solo es posible en determinados horas del día, diferentes a las que normalmente se dedican para esos fines. Hay asentamientos humanos donde el gas doméstico llega cada seis meses, de modo que su ausencia no permite contar con el a la hora en la que se presenta el corte eléctrico y es el momento de elaborar los alimentos. Algunas comunidades, fundamentalmente rurales, están recurriendo a la madera para poder cocinar con la consiguiente deforestación, cuyas consecuencias en materia de conservación de cuencas hidrográficas no estamos ponderando en esta hora.
El caos eléctrico creado por el chavo-madurismo agobia porque paraliza la vida familiar, económica y social de una parte importante de la sociedad. La región centro occidental y sur oeste del país está siendo sometida a una supresión del servicio eléctrico para poder garantizar su flujo hacia la ciudad capital de la República. Ese cuadro agota, angustia, deprime, cada día al venezolano.
La camarilla gobernante ni siquiera se da por informada del caos generado por la falta de servicio eléctrico. Nadie asume la responsabilidad. Nadie ofrece una explicación, mucho menos se aprecia un esfuerzo por buscar mecanismos para paliar la grave situación. El señor Maduro y sus voceros hablan y hablan cada día. Pero no hay una palabra para informar sobres las tareas que pudiesen estar adelantando, si es que se están ocupando de ofrecer soluciones o de mitigar la tragedia.
Lo mismo ocurre con el agua potable. Venezuela se muere de sed. Ya es tan cotidiano este drama, que nadie se siente obligado a tratar el tema. Ni los censurados medios de comunicación, ni la dirigencia política, mucho menos los integrantes de los jefes o voceros del gobierno madurista parecen conocer el drama que significa no tener agua por días, semanas o meses. 80% de los asentamientos humanos del país carecen de un servicio regular de agua potable. Y esta situación hace más agobiante la vida del venezolano.
El otro gran drama que cada día golpea a nuestros compatriotas es caos sanitario que ha establecido la revolución chavista. En Venezuela quien no tenga dinero se muere cuando se le presenta una enfermedad. Los hospitales, medicaturas y ambulatorios están técnicamente cerrados. Carecen de personal de todo tipo, de insumos, medicamentos y equipos en buenas condiciones para atender a los enfermos.
La pandemia hizo estragos en nuestras comunidades. Miles de familias se descapitalizaron por la falta de atención médica eficiente. Otros se vieron obligados a solicitar ayuda, a pedir limosna para salvar la vida de sus seres queridos. Entre tanto, la dictadura escondió las cifras de contagiados y fallecidos para no quedar en evidencia. Pero la realidad ha sido tan contundente que no ha sido posible esconderla.
¿Cómo no angustiarse ante ese drama cotidiano? ¿Cómo no alzar la voz para mostrar, con ocasión o sin ella, esa tragedia? Hay quienes, sin proponérselo, terminan ayudando a la camarilla roja cuando expresan que ya eso se sabe. Que la situación está sobre diagnosticada. No comparto esa simplificación del asunto. “Las cosas por conocidas se callan, y por callarlas se olvidan”.
Nuestro drama no puede ser olvidado, ni por propios ni por extraños.
Nuestro deber es hacer presencia en cada momento, en cada espacio para denunciarlo y para no permitir que se olvide. No podemos, por la cotidianidad del caos aceptar como normal esa situación. Debemos recordar que esa situación no se corresponde con nuestra historia, con la modernidad, ni mucho menos con las potencialidades de nuestra patria.
Los venezolanos tenemos derecho a una calidad de vida superior. Cada ciudadano debe tener oportunidad de acceder a los bienes materiales, espirituales y culturales a los que una persona humana tiene derecho. Cada venezolano debe asumir que cambiar esta triste realidad es su deber, su desafío y su compromiso. Mayor deber tenemos los dirigentes de aportar nuestro esfuerzo, con desprendimiento y humildad, para lograr esa reconstrucción de la República. Asúmanos el desafío.
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