El intento fallido de golpe de Estado en Perú y la subsiguiente salida del poder por la vía de la vacancia de Pedro Castillo ya han sido ampliamente comentados en los medios regionales e internacionales. Se da por sentado que Castillo padeció una presidencia accidentada, producto de sus propios errores y limitaciones, y de la despiadada presión de la derecha peruana y del fujimorismo, así como del desprecio -en ocasiones racista- de las élites limeñas. Asimismo, muchos han destacado la resiliencia de las instituciones del Perú, al rechazar la asonada, y la sucesión hasta ahora tersa de Castillo a Dina Boluarte, la vicepresidenta en funciones. Dicho eso, las protestas en varias regiones, el llamado a elecciones anticipadas y la actitud de Castillo pueden complicar todo.
Se ha discutido mucho menos la reacción latinoamericana ante los acontecimientos citados. En parte, esto se debe a la celeridad con la que se precipitaron los sucesos. Entre el anuncio del autogolpe y la detención del expresidente –plazo que incluyó la abultada votación de la vacancia por “incapacidad moral permanente”– transcurrieron escasas tres horas. Fue difícil que cancillerías o embajadas se definieran ante cada evento, cuando ya se producía el siguiente. No obstante, Estados Unidos condenó rápidamente el discurso de Castillo, mientras que la mayoría de los Gobiernos de América Latina esperaron el tiempo necesario para atestiguar su detención y encarcelamiento.
Algunos mandatarios latinoamericanos se refugiaron en inteligentes eufemismos. “Lamentaron” la situación peruana, por ejemplo, los presidentes de Argentina y Chile, sin entrar en mayor detalle sobre cada uno de los momentos de la saga. Otros, como Lula, el presidente electo de Brasil, subrayaron la naturaleza “constitucional” del proceso de destitución y reemplazo de Pedro Castillo, sin condenar su intento de disolver el Congreso, de decretar un toque de queda, y de convocar a una asamblea constituyente.
Otros, finalmente, como López Obrador de México, y Gustavo Petro de Colombia, sin hablar de las tres dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela, insistieron más bien en la defenestración de Castillo y en la sedición elitista de una derecha peruana, racista y reaccionaria, que obstaculizó su gobierno desde el primer día.
Es posible que la ausencia de una condena generalizada al intento de golpe de Estado por Castillo se deba a los tiempos o ritmos, justamente a pesar del citado contraejemplo de Estados Unidos. Es cierto también que los factores que condujeron a Castillo a su medida de desesperación –desde el acoso del fujimorismo hasta la versión rocambolesca según la cual alguien le proporcionó un menjurje alucinatorio– excusan parcialmente a los latinoamericanos.
De la misma manera, el aparente desenlace de todo el sainete induce a muchos a insistir en lo bueno, y no en el mal origen de lo que aconteció. Y, sin duda, la forma en que la caída de Castillo alimenta la narrativa racista en América Latina no debe ser fomentada. Existe el mito desde tiempos inmemoriales de que los pobres, los oriundos de zonas rurales, quienes no poseen una educación completa, los indígenas, los de piel morena u oscura, no saben ni pueden ni deben gobernar. Los contraejemplos sobran, desde Benito Juárez hasta Lula, pero la falsa narrativa sobrevive y es preciso evitar cualquier pronunciamiento que la fortalezca. La verdad de este caso es sencilla: Castillo no fue apto para gobernar, no por esas razones, sino por sus propias características, de ninguna forma extensibles a otros. Gente como López Obrador o Petro se resisten, con algo de razón, a contribuir a ese mito, y por ello insisten en las agresiones reales de las élites peruanas contra Castillo.
Pero ello no debiera justificar la falta de condena al golpe fallido, sobre todo cuando se han desatado protestas en varias regiones del país, y la nueva presidenta se ha visto obligada, casi de inmediato, a convocar a nuevas elecciones para abril de 2024. Un golpe es un golpe y debe ser condenado, haya prosperado o no, se hayan restaurado o no los cauces constitucionales, sea liberado y reciba asilo o no el responsable de querer suspender dichos cauces. Por eso, resulta extraño el silencio de varios gobiernos o personajes latinoamericanos.
También deja interrogantes la renuencia de las cancillerías latinoamericanas de convocar una reunión de emergencia de la Organización de Estados Americanos (OEA), o de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), que incluye a Cuba, Venezuela y Nicaragua, pero no a Estados Unidos y Canadá. Argentina preside la segunda, y cualquier país miembro puede solicitar que sesione el Consejo Permanente o el llamado órgano de consulta de la OEA. Una reunión de una u otra organización permitiría invocar la Carta Democrática Interamericana, condenar sin ambages el intento de golpe y respaldar las instituciones peruanas en un momento en que las protestas parecen estar subiendo de intensidad.
Resultaría tanto más deseable y necesaria una reunión de esta naturaleza que se trasluce un sentimiento de inversión de los hechos en ciertos sectores de la región. En algunos círculos se comienza a colocar a Castillo en el papel de la víctima, y al Congreso en el de los golpistas. Varios legisladores en México, numerosos manifestantes en Perú, los mandatarios de las tres dictaduras y el expresidente de Bolivia Evo Morales están convirtiendo al exmandatario peruano en un héroe, reclamando “la libertad del hermano Pedro Castillo”. El gobierno de Cuba declaró: “La situación en Perú es resultado de un proceso dirigido por las oligarquías dominantes para subvertir la voluntad popular que había elegido a su gobierno de acuerdo con el ordenamiento legal peruano.” En un comunicado conjunto, los gobiernos de Colombia, México, Argentina y Bolivia hicieron un exhorto a las instituciones a abstenerse de revertir la voluntad popular expresada en las urnas y a respetar los derechos humanos de Castillo, a quien se refieren todavía como presidente.
A la vez, se exige la convocatoria de una asamblea constituyente, colocando en entredicho la legitimidad de la nueva presidenta. Los intentos de López Obrador de asilar a Castillo en México, estando ya preso y acusado de sedición, acto atestiguado por el país entero por televisión nacional, van en el mismo sentido. El propio Castillo envió una carta a sus seguidores el 12 de diciembre afirmando que seguía ostentando el mandato constitucional de presidente.
El deterioro de la situación demanda que América Latina defienda la democracia de forma colectiva, y que sus gobiernos “de izquierda” lo hagan de forma particular. A menos de que esa democracia solo deba ser defendida cuando beneficie a uno de los suyos (como si Castillo lo fuera), y no en todos los casos.