Sebastián Piñera, expresidente de Chile, en lúcida lección magistral que dictó en el III Seminario sobre Gobernanza Global y Crecimiento en Libertad (Grupo IDEA / Miami Dade College), dispuso de metáforas que iluminaron el sentido de mi exposición sucesiva, sobre el tema de esta columna. Una fue la de la luz solar, como terapia para la desinfección, y la otra, la del alumbrado público como medida de seguridad. Su giro me recordó a Heidegger.
La claridad sólo tiene su reposo en una dimensión de abertura y libertad. Este lugar es, lo dice este, el más importante filósofo del siglo XX, el «claro que puede visitar la luz, y hacer jugar en él lo luminoso con lo oscuro»”. Y para fijar luego el contexto de mi reflexión anclé en la tesis del profesor español José María Barrio Maestre (Educación y verdad, 2008): “La pedagogía tiene algo que hacer –y es seguro que lo tiene– sólo si es capaz de recuperar, desde su tradición socrática, el prestigio cultural del conocimiento; y eso no es otra cosa que el prestigio de la razón como capacidad de verdad”.
Invoqué a Robert Redeker, autor de la reciente obra sobre la abolición del alma (L’abolition de l’ame,2023), pues dice bien, en una entrevista (“La abolición del alma precede a la abolición del hombre”, 19 de junio de 2023), que “puedes suprimir la palabra “sol” del diccionario, pero no puedes impedir que el sol exista. Por lo que aprecia que nuestros contemporáneos, creyéndose más inteligentes que sus místicos e ingenuos antepasados reducen toda verdad al cuerpo humano. Obvian la desnuda realidad que narra Solzhenitsyn: “Puedes hacerme cualquier cosa, puedes esclavizarme, puedes aplastarme, pero no puedes destruir mi alma, la que se llama libertad. La que es, filosóficamente, la sede de la libertad”.
Lo predicable, entonces, es que, si bien Demócrito desecha la idea de un alma que, desde antiguo fija sus anclas en el cielo, cuando menos asimila el alma a la conciencia, a la razón: “pienso, luego existo”. Pero, entre tanto, nuestra posmodernidad hace que el cielo se le caiga sobre sus cabezas y se rompa en mil pedazos contra el suelo.
¿Qué pretendo decir con esto?
La crisis de la modernidad, el agotamiento del socialismo real, el final de la sociedad de masas que se impulsa y forja desde las redes digitales –que es el aula de nuestra educación posmoderna– sólo le hace lugar al «hombre-masa», usuario u objeto de los algoritmos. Es “un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones…”. Ese hombre-masa “es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, un hombre dócil…”, como le describe en La rebelión de las masas José Ortega y Gasset.
César Cansino, en su relectura de presente precisa que “lo racional y lo objetivo ceden terreno a lo emocional o a las creencias formadas a partir de medias verdades o informaciones falsas”. Y lo grave, a todas estas, es que ya un tercio del control sobre las redes digitales –construidas para incidir sobre los sentidos y que apalancan a la vida académica y docente del momento– lo ejercen bots maliciosos. Como lo indica la información técnica “en las redes sociales, la Inteligencia Artificial es capaz de impulsar bots: cuentas de usuarios que parecen ser de gente real” (Mark Coeckelbergh, Ética de la Inteligencia Artificial, 2021). Construyen narrativas –novelas o cuentos– al detal y a conveniencia, a gusto de quien pueda y tenga el poder suficiente para manejarlos o contratarlos.
Los políticos del siglo XXI derriban las estatuas de nuestros fundadores, queman las iglesias, prosternan los símbolos patrios, y la revolución digital, en paralelo, se vuelve negación del arraigo; perturba la memoria que es “ampliación de lo vivido”, obra del tiempo y necesaria para la formación de la personalidad, al dominar la instantaneidad de lo digital.
En mi ensayo reciente “El imperio de la mentira como fisiología del poder” (Papel Literario,18 de junio de 2023), cuya recensión me sirvió para la lección de marras, preciso que lo vertebral o lo que más se ve afectado por el “reseteo” de memorias” tras el «quiebre epocal» en marcha, es el lenguaje, sus significados precisos. Es este el que nos permite “descubrir esa honda resonancia de la intimidad que alcanza, en nuestra propia historia, la historia de los otros hombres”. Todo se oscurece.
Sin estos hombres, interactuando todos y cada uno en el aula o la plaza pública bajo el sol y si nos limitamos al habla frente al espejo del narciso digital, no habrá posibilidad para una verdadera educación, menos para una educación en valores, cívica y democrática. Aquella y ésta son tributarias de la razón iluminada, de la elección informada y veraz.
En los predios de la perturbación del “lenguaje” y la banalización de los significados –no sólo a propósito de lo que ocurre con la cuestión identitaria: Ellos, Ellas, Elles– es donde prende la mentira y se vuelve posverdad. Y la explicación huelga. El lenguaje, lo confirma Emilio Lledó, es el que “hace consciente en lo colectivo las experiencias de cada individualidad”. Si cada uno y cada cual, a la manera de una torre de Babel, forja sus propios significantes, ni los unos ni los otros podrán trasladar sus experiencias ni volverlas acervo que les asegure la confianza recíproca y su prolongación hacia las generaciones venideras.
La posverdad, expandida por el uso abusivo del andamiaje digital y de la inteligencia artificial (IA), es la que hace posible, al término, las dictaduras populistas y sus autoritarismos electivos por los caminos formales de la democracia; pues a esta se la vacía de contenido y significado. Me pregunto, al cabo, ¿cuánto de la data del ChatGPT procede de universidades o académicos comprometidos con la libertad y la primacía ordenadora de la dignidad humana, centros neurálgicos de la civilización occidental?
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