OPINIÓN

La abstención electoral

por Liliana Fasciani M. Liliana Fasciani M.

En la mañana del 21 de noviembre, poco después de iniciado el proceso de las elecciones regionales y municipales en nuestro país, tuiteé el siguiente hilo: “El venezolano es un elector convencido de su derecho al sufragio. No votar le genera remordimiento de conciencia. Perder una oportunidad de votar es como perder el autobús al próximo destino, no importa dónde quede. Este sentido de responsabilidad cívica y política es un legado de la era democrática. Si votar en dictadura sirve o no a la causa de la libertad, sea en elecciones municipales, regionales o presidenciales, es indiferente. El venezolano vota porque, a pesar de todo y contra cualquier pronóstico, cree en el poder de su voto. ¿Por qué criticar a quien decide ejercer su derecho? ¿Por qué criticar a quien decide no ejercerlo?”

Con “era democrática” me refiero al periodo comprendido entre 1958 y 1998,establecida gracias a un “acuerdo de unidad y cooperación” conocido como “Pacto de Puntofijo”, que garantizó a los venezolanos un Estado de derecho, alternabilidad del poder mediante elecciones libres y pluralismo político. En la Constitución Nacional de 1961, el artículo 110 consagraba el voto como un derecho y una función pública cuyo ejercicio era obligatorio. Los ciudadanos lo asumieron como una forma de expresión de su voluntad política, entendieron el concepto de soberanía a través del voto y valoraron su poder en cada uno de los comicios electorales cuyos resultados determina[ba]n el derecho a gobernar.

Al menos así fue hasta 1999, cuando comenzó la vorágine electoral que ha cambiado varias veces las reglas del juego modificando las leyes electorales, la proporcionalidad voto/escaño, la instauración de un sistema electoral paralelo, la manipulación y el ventajismo en todas las fases del proceso, la inhabilitación de candidatos y de organizaciones políticas, la destitución de funcionarios electos y la usurpación de sus cargos por otros designados directamente, la baranda del CNE, la irreversibilidad de los resultados y cuanta artimaña haya podido servir para burlar la voluntad popular hasta el día de hoy.

Un cuadro comparativo de la abstención electoral entre los años 1958 y 1998 muestra que, en las elecciones presidenciales, mientras en 1968 registró un mínimo histórico de 3,27%, en 1988 llegó a 18,08%, pero es a partir de 1993 cuando se produce un ascenso en la curva frisando el 40% y en los comicios de 1998 fue de 36,5%. Entre los años 1999 y 2021 se han realizado más de 20 eventos electorales de todo tipo: presidenciales, parlamentarios, regionales, municipales y refrendarios, y es en esta etapa en la que se han registrado los niveles de abstención más notables: en el referéndum sindical de 1999 que coincidió con las elecciones municipales fue de 76,50%, en el referéndum consultivo sobre la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente en 1999 se ubicó en 62,35%, en las elecciones parlamentarias de 2005 alcanzó 74,74%, en las elecciones de los concejos municipales de 2018 llegó a 72,6%, en las elecciones parlamentarias de 2020 marcó 69,5% y en los comicios regionales de este domingo 21 de noviembre fue de 58%.

Al venezolano no solo le satisface votar porque es el mecanismo que mejor conoce para impulsar los cambios que considera necesarios, sino también porque es consciente del poder implícito en el voto. Este poder trasciende el mero hecho de elegir entre diversas opciones, y aunque no siempre se identifique con alguna de ellas, supone que es preferible votar que no hacerlo.Seguramente, tal como a mi, a muchos venezolanos les habrá tocado elegir alguna vez entre dos males el menor, a sabiendas de que no por ser menor deja de ser un mal.

Sin embargo, en los comicios de este 21 de noviembre decidí no incurrir en esa práctica tan poco gratificante del peor es nada. Razones éticas y políticas pesaron más que el hábito de cumplir un deber sin la certeza de la garantía y el respeto de mi voto. Fue una abstención racional y coherente con mis principios. Y aunque alguien en Twitter calificó mi postura de “dislexia política”, aún la sostengo, máximeen el hartazgo de la improvisación, el sectarismo, la egomanía, la opacidad, el débil liderazgo, la falta de propuestas serias, el monólogo en lugar de debates y el irrespeto hacia los venezolanos que, en nuestro afán por recuperar la democracia, hemos ejercido todos los mecanismos de participación ciudadana consagrados en la Constitución.

Dislexia política es, en mi opinión, la que padecen quienes en su papel de políticos de oficio no estarán a la altura del país que pretenden dirigir mientras no sepan leer en los porcentajes de abstención. Porque ahí hay un mensaje para ellos: dejen a un lado sus diferencias personales, esfuércense todos por llegar a un acuerdo en el que prevalezca el interés común en la libertad plena de los venezolanos, no en una libertad condicional con régimen de elecciones para ganar espacios que no son tales, sino precarios nichos de poder en los que mal conviven con quienes los desprecian. No sepulten más fracasos en lo que el historiador Naudy Suárez Figueroa describe como «el ancho cementerio que encierra los cadáveres de las oportunidades perdidas para el diálogo, el acuerdo y la cohesión».