Podemos sumar La Vega, El Cementerio, El Paraíso; Caracas, o al menos el oeste de la ciudad capital, hasta cuando escribo este texto, está sitiada por bandas de hampones armados sofisticadamente, que imponen un toque de queda a la ciudadanía.
Se corre el peligro hoy de sublimar las figuras que están al frente de estos pelotones de hampones. Exaltar a alias el Coqui o alias el Conejo porque enfrentan de algún modo a las fuerzas policiales del régimen del terror no los glorifica. No tiene por qué glorificarlos. Como el mismo régimen, son asesinos, criminales, que han hecho del secuestro, de la extorsión, del robo; en fin, del terror, su modo de sobrevivencia y de expansión delincuencial. Estos criminales deben ser sometidos y procesados, a menos que decidan continuar con los enfrentamientos, como parece, y terminen liquidados como producto de su choque armado contra la sociedad. Tampoco aquí procede la negociación.
Pero este es un problema agudo de recolección de tempestades para quienes vientos sembraron. La propiciación de la violencia, la imposición de la violencia, ha generado su desenfreno. Este que hoy más evidentemente padecemos, con cantidad de muertos y heridos, con la imposición del terror. El régimen continuado de Chávez-Maduro aupó desde el inicio la violencia. Su primera imagen ante el país fue un intento de golpe de Estado. A partir de allí, luego de envolver la nación con su movimiento de militares respaldado por civiles disconformes y sin duda interesados con la obtención del poder por la vía electoral, cifraron en la violencia lingüística, física y psicológica la manera de controlar a la sociedad venezolana. Los ejemplos sobran: colectivos, pranes, confiscaciones, insultos… Toda una arremetida destructiva que se cimentó en el arma de la violencia para someternos. La captura de la disidencia, el asesinato vil de opositores, la anulación de resultados electorales por cualquier via, los atropellos a los acuerdos constitucionales y los acuerdos internacionales en materia de derechos humanos, el hambre impuesta para sojuzgar, son muestras fehacientes del manejo del terror como política de Estado.
Haber alentado y respaldado hasta materialmente las acciones en cárceles, en barrios, en estados como Aragua o Bolivar, convirtieron al régimen en forajido desde el inicio. El despojo de responsabilidades a la Fuerza Armada que no logra (ni ha sido su propósito, así esté constitucionalmente establecido) velar por el territorio y poseer el dominio de las armas, forman parte sustancial de esta entrega por partes del Estado venezolano. Entrega y explotación en la que el narcotráfico y el control de ese rentable negocio ilegal poseen el fundamento raigal. Despedazaron al país y lo sembraron de violencia, drogas y odio. Aquí los resultados.
La Cota 905 y Las Tejerías son mínimos productos de un plan de implantación de la violencia para someternos, que se le va de las manos a los pranes mayores. La reorganización institucional del Estado, el control absoluto de la violencia y su administración por quienes tienen constitucionalmente esa responsabilidad, solo será posible cuando se produzca el resurgimiento democrático del país. Cuando el Coqui y el Conejo, así como todos los alias, resulten sujetados y el mensaje a la nación sea para alentar la educación y el trabajo (porque con ello se garanticen la vida plácida y el crecimiento) vislumbraremos un orden constitucional, de derecho, una vez expulsados para siempre los malandros mayores del poder. Así la 905 y Las Tejerías serán el recuerdo negativo, unos más entre tantos acumulados por más de dos decadas, de esta tragedia en la que nos tienen sumidos los terroristas que se sostienen en el poder en Venezuela.