Aunque desconocido de las grandes masas, el abogado Aleksándr Fiódorovich Kérenski, coterráneo de Lenin, 11 años mayor que el artífice de la Revolución de Octubre, fue la pieza clave en el derrumbe del zarismo y la creación de las condiciones objetivas para el asalto al Palacio de Invierno y la toma del poder por los bolcheviques.
Protagonizó y dirigió la llamada Revolución de Febrero, que derrocó al zar Nicolás, puso al Soviet de Petrogrado a la cabeza del descontento popular y el rechazo a la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial. Social revolucionario, como Lenin en sus comienzos, terminó convertido en un socialdemócrata reformista de la Duma, el Parlamento de Petrogrado, y él mismo un parlamentarista de tomo y lomo, incapaz de comprender la situación prerrevolucionaria que él mismo había provocado, hasta ser destituido y sobrepasado por las circunstancias. Aunque sea de no creerlo, murió en 1971 en Nueva York, habiendo ejercido una cátedra en la Universidad de Stanford.
Lo traigo a colación, guardando las debidas, monumentales e insalvables distancias, porque representa el modelo de descabezamiento de una autocracia por medios pacíficos, aunque carente de la capacidad y la decisión, no solo de descabezar al tirano, sino de comprender la debacle del sistema represivo y dar el paso al frente para continuar con la tarea de abrirse al futuro: no a una monarquía o a un régimen presidencialista obsoleto, ni a una democracia parlamentaria fiel al principio neoconservador de Lampedusa –que cambie todo para que no cambie nada– sino a una auténtica revolución radical y transformadora. En nuestro caso, no a una revolución castrocomunista, como quisieran los frustrados radicales del régimen, sino a una revolución democrática, aspiración de la inmensa mayoría de los venezolanos.
Sin pretenderlo ni desearlo, Kerensky, incapaz de conducir a una revolución democrática que hubiera estado a la orden del día bajo otras condiciones, fue la pieza indispensable para desbrozar el camino de la institucionalidad permitiendo que Lenin asaltara el poder y montara la dictadura del proletariado. De allí que se le suela usar como el modelo anticipatorio de las grandes catástrofes marxistas. Fue el argumento con el que la derecha pinochetista chilena rechazó la democracia cristiana con sus dos Kerenskys: Eduardo Frei Montalba y Radomiro Tomic, quienes promovieron su “revolución en libertad” para abrirle paso a la revolución socialista de Salvador Allende. Como los socialdemócratas Fernando Henrique Cardoso se lo abriera a Lula y Raúl Alfonsín a los Kirchner. Y nuestro Rafael Caldera al teniente coronel Hugo Chávez Frías. Álvaro Uribe y el uribismo se encargaron de impedir que el modelo encontrara su aplicación en Juan Manuel Santos, cerrándole las puertas del Palacio Nariño a Gustavo Petro.
Juan Guaidó no es un Kerensky: su revolución de enero no ha descabezado al régimen castrocomunista de Nicolás Maduro, sino muy por el contrario, lo ha afianzado mediante su estrategia de cohabitación. Refugiándose en un parlamentarismo que neutraliza y licúa las condiciones prerrevolucionarias objetivas abiertas tras las demoledoras sanciones del gobierno de Trump, que bajo una dirección política apropiada hubieran podido dar paso a una escalada intervencionista, un levantamiento popular y la reconquista de Miraflores. No sucedió y muy posiblemente no sucederá.
El triunfo de los Fernández-Kirchner en Argentina facilitará el retorno de las izquierdas castrocomunistas de la región, que volverán en plan vengador “por el susto que nos han hecho pasar” –como diría el fascista italiano Kurzio Malaparte– estando pendientes las reelecciones de Luis Almagro al frente de la OEA y de Donald Trump al frente del gobierno norteamericano. Si no la alcanzaran, podría cerrarse un período excepcionalmente favorable para el desalojo de la dictadura castrochavista venezolana y la neutralización, incluso la superación de la tiranía cubana. Afianzando así la nunca abandonada ruta hacia la conquista del poder regional por parte del castrismo, que no ha descansado en todos estos sesenta años. Y desperdiciando la ocasión de abrir las conciencias populistas culpables de nuestras catástrofes.
Las sociedades padecen de horror vacui: no soportan el vacío de poder. Y aterradas ante la impotencia de los Kerenskys, suelen acoplarse a cualquier aventura política que les ofrezca firmeza, garantía y seguridad. La cohabitación es una vana ilusión y una ominosa traición. Si el pueblo democrático venezolano no sabe resolver este vacío de poder, ya vendrán los cavernícolas a llenarlo de sangre, sudor y lágrimas. Sabemos sus nombres. No los olvidaremos.