Nada mejor que el tricentenario del nacimiento de un pensador crucial de la Ilustración europea, como es Immanuel Kant, para aplicar la loable divisa de ‘nobis ipsis silemus’. Sin embargo, quizás no haya empresa más difícil que hacer oír la voz de este profesor universitario de la Prusia del siglo XVIII sin silenciarla por la interposición de enfoques y planteamientos que no fueron propiamente los suyos. El idealismo alemán, Nietzsche, el neokantismo, Heidegger, el postestructuralismo, la teoría feminista y los estudios decoloniales, entre muchos otros referentes, han ido depositando sucesivas capas hermenéuticas sobre textos que estos autores y corrientes han aspirado a descifrar como nadie lo había hecho antes. Sin perjuicio de que sea preciso concederles sus respectivos aciertos.

Ciertamente pocas voces han suscitado un conflicto de las interpretaciones como el filósofo regiomontano, algo que suele ocurrir con aquellos intelectuales portadores de una encrucijada. Ahora bien, la polimatía kantiana esquiva con argucia los intentos de condensarla en una suerte de prontuario. Si la repetición de motivos que desprenden un aroma enigmático –el sentido, el consenso, el desacuerdo– dota de cierta musicalidad a la obra de Kant –Friedrich Schlegel dixit–, esta elige un diseño tendencialmente ortogonal para articular todos los órdenes de lo real, desde el ser humano y las facultades del ánimo, pasando por las fuerzas de la naturaleza y los fines del colectivo civil, sin olvidar las leyes que rigen el cosmos.

Como era de esperar, la combinación de dos anhelos tan característicos de Kant –tener noticia de todo, explicarlo todo–alumbra asimismo un gusto por las líneas de fuga que sigue seduciendo al lector contemporáneo. ¿Qué sujeto no desea introducir un feliz interludio en una taxonomía que pretende clasificarlo todo? El proyecto crítico parece operar propiciando esas derivas. Quien acude a él esperando encontrar una salvaguarda dogmática para el Dios de la religión cristiana ve a este metamorfoseado en un índice de orientación reflexivo semejante a un ‘ritornello’ de la razón práctica. Nada más. Pero tampoco nada menos, teniendo en cuenta que tales desplazamientos interpelaron con vigor al estructuralismo dominante en la academia filosófica europea de finales del siglo XX.

Más allá de la hechura metódica del pensamiento kantiano, no deja de admirar su capacidad para someter a examen una apabullante cantidad de temas científicos, divulgativos y populares. No podemos olvidar en un día como hoy que la interconexión de docencia e investigación en el itinerario académico de Kant, en horas críticas en nuestro medio universitario, lo muestra como un perfecto heredero del espíritu de la Enciclopedia francesa. En efecto, se ocupó de cuestiones tan variopintas como la teoría de los vientos, los volcanes de la luna, la conciencia ecológica, la compleja relación entre deseo y voluntad, las raíces estéticas del asentimiento, la racionalidad de la religión, el combate psíquico frente al tedio, las formas de la locura, la diferencia sexual y la construcción cultural del género, la distancia entre emociones y pasiones, la pluralidad de culturas y costumbres, las virtudes que alivian el sufrimiento social, la denuncia del colonialismo europeo, la pedagogía, la fundamentación del Estado republicano y su modelo de ciudadanía, los derechos de autor, el escándalo de la guerra y el ideal cosmopolita de la paz como pieza que corona un sistema jurídico. Quienes hayan leído hasta aquí sin perder el aliento podrán calibrar la injusticia que se hace a este pensador cuando se sigue al pie de la letra su polémica con los ‘Popular-philosophen’ de su época, pretendiendo custodiar el desafío intelectual que representa a base de repetir tecnicismos -idealismo trascendental, esquematismo, formalismo ético, imperativo categórico, paralogismos o antinomias- que apenas revelan al público contemporáneo los secretos de las caceras que los sostienen. Tales prácticas engendran todo lo más un neoescolasticismo de escaso provecho para fomentar un conocimiento cabal de su obra.

Merece la pena, en cambio, celebrar esta cima del canon filosófico explorando sus tensiones internas, que en muchos casos siguen siendo las nuestras. En efecto, el modelo de autonomía propuesto por Kant se combina con una notable curiosidad por la diversidad de costumbres morales que transmite una disciplina popular en su tiempo como la geografía física. Por otro lado, el hecho de que el mismo reino de los fines convoque a la totalidad de los seres humanos inspira una crítica en clave jurídica de la barbarie del colonialismo que, sin embargo, no elimina completamente los prejuicios racistas que atraviesan la mirada que el de Königsberg dirige a los sujetos de otros continentes. Otras muchas zonas de su obra resultan reveladoras de fricciones productivas. Un espacio que permite apreciar, por ejemplo, la atracción kantiana por la disidencia es la clasificación de las formas de desorden mental, que junto al aburrimiento exhiben la importancia de proporcionar al sujeto herramientas para enfrentarse a los fantasmas urdidos por el nihilismo. Frente a una voluntad de nada, se preconiza ejercitar un saludable entretenimiento, que tonifique las fuerzas anímicas, desde la certeza de que solo el esfuerzo previo nos hace merecedores de descanso.

Tampoco defrauda Kant cuando cohonesta el convencionalismo que promueve su aceptación de la inferioridad civil de las mujeres en virtud de un pretendido destino biológico con la atención a la construcción cultural de los roles sexo-genéricos y una arrojada defensa de las madres solteras displicente con el sadismo de su condena eclesial, que propone compensar la carga que puedan suponer para la comunidad con ayuda de los solteros pudientes de ambos sexos, categoría a la que él mismo perteneció en su madurez. Finalmente, temáticas como la lucha contra la pobreza en tanto que patología social y la exigencia de contratos laborales supuestamente dignos incluso para los sujetos considerados «ciudadanos pasivos»-véase el caso del «servicio doméstico»- iluminan dimensiones de una teoría de la normatividad política que suele exponerse desde cierta «locura de la luz» –que diría Blanchot–, rehuyendo las sombras que también la nutren.

Kant entendió la actividad del filósofo en constante contacto con un mundo cambiante, al que era menester responder con sólidas pautas regulativas. En un curso de antropología de 1775/1776, nuestro autor señalaba lo siguiente a quienes pretendieran detener la acción transformadora del tiempo: «Es una filosofía de perezosos creer que todo seguirá como es ahora. Pues así como hace mil años las cosas no eran como ahora, lo mismo ocurrirá dentro de mil más. Por tanto, hay que tener esperanza de grandes cambios». Frente a la melancolía narcisista de quienes querrían jibarizar al viejo Kant, la exploración de los contextos sociales e intelectuales que originaron su pensamiento ofrece un prometedor horizonte para conmemorar y proseguir hoy su apuesta filosófica.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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