¿Por qué estamos, como país, en esta situación precaria y calamitosa? Este texto explora una conjetura: porque compartimos una situación caracterizada por la ausencia de realizabilidad política. Dijo el Libertador en una carta a Santander el 28/6/1825: “la existencia es el primer bien; y el segundo es el modo de existir”. Sobrevivir, sin la determinación de elevar la sustentabilidad de la convivencia, es una manera de negar la razón de ser de la política.
La realizabilidad requeriría tomar en cuenta los principios propiciados por las tres filosofías políticas que ocupan el debate contemporáneo: Republicanismo, que enfatiza el compromiso cívico, el autogobierno y la libertad como no dominación (supuesto asociativo-constitutivo); Liberalismo político, con su acento en la preservación de los derechos humanos equitativos (supuesto individual-constitutivo); Comunitarismo con su énfasis en la solidaridad y el conocimiento social (supuesto comunal-constitutivo). En nuestro país, encontramos el pensamiento claramente republicano desde finales del siglo XVIII, una preeminencia liberal desde 1830 (con una coexistencia liberal-republicana por algunos periodos de tiempo) y un intento de Comunitarismo en los últimos años. Nótese que cada filosofía política asume supuestos diferentes que la justifican, pues de lo contrario el ejercicio político queda instalado en el plano de la discrecionalidad: los argumentos relativos a ‘actuar de buena fe’, o ‘expresar la voz del soberano’ no constituyen una justificación. La política, sin fundamentación normativa, instala el reino de la fuerza.
En el debate contemporáneo han re-emergido algunas ideas-fuerza propias del republicanismo como la libertad entendida como la no-dominación (cada quien es políticamente autónomo), opuesta a la de no-interferencia del liberalismo (cada quien tiene derecho a su esfera privada de acción y decisión). El argumento de un republicano como Petit es que el Estado puede no interferir, pero el ejercicio de la dominación puede darse si la situación total está caracterizada por condiciones contextuales no justas.
Los liberales contemporáneos, como John Rawls y Amartya Sen, han problematizado varios de los supuestos de esta perspectiva. El norteamericano ha enfatizado la necesidad de trascender la mera eficiencia jurídica de los marcos constitucionales hacia una fundamentación equitativa para una sociedad: dada la pluralidad de doctrinas que adoptan políticamente los individuos, es necesario colocar como prioridad el consenso sobre un conjunto de principios de justicia que preserven la libertad e igualdad de cada individuo. El hindú, Premio Nobel de Economía en 1998, ha remarcado que las libertades individuales que emanan de los marcos constitucionales son meramente instrumentales: cada quien debe poder ser autónomo para desplegar legítimamente su ‘plan de vida’ en condiciones equitativas.
Ambos pensadores políticos, junto a Ronald Dworkin, Robert Nozick y tantos otros, han elevado el pensamiento liberal más allá del plano del interés, propio del primer liberalismo del siglo XVIII; así como del liberalismo social de, por ejemplo, John Stuart Mill y otros durante el siglo XIX, hacia una tercera etapa que asume los principios esencialmente democráticos de las llamadas ‘democracias liberales’, la libertad y la igualdad. Esta última emerge de las ganancias teóricas del marxismo, cuyo bagaje ha nutrido al Comunitarismo cuando propone la búsqueda del Bien pensado a partir de la solidaridad comunal y la construcción de conocimiento social.
Respetamos el pensamiento de Marx, sin embargo, el respeto por un autor no significa suscribir sus propuestas por, al menos, dos razones justificadas por la producción de conocimiento relevante del siglo XX: John Nash demostró que trascendiendo la competencia, es decir cooperando, puede y debe sustentarse la práctica política-social; James Buchanan probó en El cálculo del consenso que las sociedades conflictivas generan mayor costo de transacción que aquellas que cooperan. Así queda abierto un camino para superar el conflicto de clases que acoge el marxismo: sin fundamentación compartida necesariamente hay conflicto, pues las miradas diferentes sobre algo son expresión de la pluralidad. Así, el problema de la justificación política radica en reconocer que todo consenso necesita construirse mediante algún procedimiento de carácter imparcial que, dando cabida a la cooperación de todas las partes, permita generar un marco institucional compartido. Los intereses son necesariamente sesgados, fundamentando prácticas sociales eminentemente racionales que descartan la necesaria razonabilidad que incorpore a todos en las soluciones. Ese es el problema del Comunitarismo: fundamentándose en ‘el colectivo’ en la búsqueda del Bien, genera exclusiones. Pareciera que el Principio de Justicia debería ser la guía.
El debate socio-político contemporáneo gira alrededor de la siguiente pregunta: ¿Cómo puede una sociedad adoptar reglas de convivencia imparciales y consensuadas? Respuesta: mediante el desarrollo de un marco institucional. Las instituciones no son los entes públicos, el mercado, o el Estado: son, en palabras de Douglas North, Premio Nobel de Economía en 1993, las reglas formales e informales de una sociedad que dan contexto a todas las interacciones humanas. Por ello, es clave interrogar a la historia y los supuestos de la cultura pública para comprender los principios, ente, procesos, actores, relaciones y ejecución esencialmente políticos. Estos seis aspectos permiten comprender heurísticamente una problemática, locus o situación políticas.
Un marco institucional justo potencia la capacidad de realización de una sociedad, siempre que esté articulado al desarrollo de una cultura pública que genuinamente se oriente mediante él, y de una administración pública imparcial que se aboque al desarrollo sustentable de la sociedad.
@juliaalcibiades
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