“Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez”, dijo Francisco de Quevedo en su Política de Dios y gobierno de Cristo. Esta frase, pese a que se ha convertido hoy en un lugar común, no ha perdido su potencia expresiva. Una sociedad que carece de un Poder Judicial independiente y confiable no puede garantizar ni la libertad, ni la propiedad ni la seguridad jurídica, valores nucleares de la vida republicana. No hay república en una sociedad que carece de jueces independientes e imparciales.
Luego de la caída de la Bastilla nace el principio de separación de poderes y la figura del juez independiente. Se separa el Poder Judicial de la administración y del Legislativo sobre la base de las enseñanzas de Montesquieu. Tal valor democrático se proyectó sobre la primera Constitución venezolana de 1811, la cual fue de corta duración. Luego se inició un largo e indetenible proceso de producción de nuevos textos constitucionales, por la tensión entre la Constitución efectiva y la Constitución escrita. Cada nuevo caudillo quería imponer sus propias reglas y para ello encontraba al jurista que le decía: “Haga lo que le dé la gana, que yo le hago la ley a su medida”. Esto se puede leer también, y desde la perspectiva del magistrado sumiso, así: “Haga lo que quiera que yo lo apuntalo con una sentencia”.
La democracia supone un límite al poder que se logra con instituciones independientes que cumplan con su rol de contrapeso, para evitar su concentración en pocas manos. Asegurar los principios republicanos por medio de instituciones fuertes es lo que se necesita, más allá del síndrome permanente de reforma constitucional.
El artículo 256 de la Constitución Nacional prohíbe a los funcionarios judiciales el activismo político, lo cual es obvio pues se requiere que los magistrados sean imparciales en el ejercicio de su investidura. Sin embargo, en las designaciones realizadas el 23 de diciembre de 2015 –y en las anteriores– fueron elegidos activistas del partido oficialista e incluso parlamentarios del PSUV, quienes “renunciaron” a su militancia partidista pocos días antes de la elección. (Recuérdese al “magistrado” Christian Zerpa, hoy “arrepentido”). En la hora presente, la libertad y la seguridad jurídica están sufriendo las consecuencias de esas designaciones.
En Venezuela estamos viendo un enloquecimiento del poder que se ha potenciado por la falta de controles institucionales y por la ausencia de la separación de poderes. El más protuberante es la falta de independencia del Poder Judicial por su sumisión al gobierno. El juez servil al Ejecutivo es propio de las dictaduras y de los regímenes tiránicos. Esta falta de independencia repotencia el conflicto de intereses, cuando jueces deciden por causas políticas a favor del grupo al que pertenecen. El juez sumiso es una burla a la justicia y lo que hace es perturbar la paz, como en efecto ocurre en dictaduras. El “magistrado” que así actúa lo hace porque no conoce ni le interesan los modales republicanos, ni los protocolos de la justicia.
Una tarea fundamental en la reconstrucción del país es desarrollar un programa dirigido a la formación de los jueces. La independencia y probidad de la magistratura es fundamental para la vida en libertad, tal como lo demuestra Piero Calamandrei en dos de sus libros: Elogio de los jueces y Proceso y democracia. El primero presenta una mirada hacia los jueces; el segundo reflexiona, entre otros temas, el necesario requisito de la independencia y probidad de la magistratura judicial. Jueces idóneos e independientes del poder político son elementos nucleares para resguardar la república.
En nuestro caso, lo que se vive es un largo e indetenible proceso de politización del sistema judicial. En este sentido, se pueden mencionar numerosas decisiones, pero las más recientes se refieren al largo proceso dirigido a disolver la Asamblea Nacional, lo cual sube de tono con las autorizaciones de la Sala Plena del Tribunal Supremo de Justicia para que la asamblea nacional constituyente (órgano no reconocido por las democracias occidentales por su manifiesto origen ilegítimo) “levante” la inmunidad parlamentaria a diputados electos por mayoría abrumadora del electorado. En efecto, las sentencias números 55 y 56 del 12 de agosto de 2019 de la mencionada Sala Plena, ordenan el envío de las causas seguidas a los parlamentarios José Guerra, Tomás Guanipa y Juan García a la asamblea nacional constituyente, pese a que el artículo 200 de la Constitución –que invocan como sostén de sus decisiones– señala que esta resolución corresponde a la Asamblea Nacional. La utilización de la justicia revolucionaria para acabar con las libertades de los diputados opositores, y para atropellar instituciones, es una marca de fábrica del modelo marxista-leninista.
Uno de los retos que tenemos por delante es recuperar al Poder Judicial. En esta faena se debe despolitizar la magistratura, atender los salarios de los magistrados, jueces, secretarios, alguaciles, amanuenses y demás auxiliares de justicia. (Desde luego, que en el fondo todo dependerá de que se desarrolle un modelo económico que aniquile la hiperinflación). Es necesario promover que a los cargos opten hombres decentes, honestos, capaces y competentes y con títulos universitarios otorgados por universidades reconocidas. Habrá que reconocer el trabajo de quienes han ejercido la magistratura con probidad e idoneidad –que los hay– y reemplazar a quienes no califiquen. Que la elección sea sobre la base de méritos y no en solidaridades partidistas o ideológicas. Hay que ir a un Poder Judicial que garantice los valores republicanos: la libertad, la propiedad privada, los derechos humanos y la igualdad de las partes ante la ley. Un Poder Judicial al servicio de intereses políticos desnaturaliza la justicia, al convertir al país en una sociedad de crimen sin castigo y de castigo sin crimen