Siempre tuve la certeza de que la justicia es violada también con antiguas y nuevas formas de opresión que derivan de la restricción de los derechos individuales, tanto en las represiones del poder político como en la violencia de las reacciones privadas, hasta el límite extremo de las condiciones elementales de la integridad personal. Son bien conocidos los casos de torturas, especialmente contra los prisioneros políticos, a los cuales se les deniega muchas veces, incluso un proceso normal o que se ven sometidos a arbitrariedades en el desarrollo del juicio.
Lo anterior no responde a una exageración de quien esto escribe, sino a una realidad viviente en nuestros tiempos y en nuestro suelo, que resulta imposible mantenerla oculta ni en secreto por los regímenes totalitarios, ni porque sus aparatos de propaganda hagan lo indecible por torcer la realidad de los hechos. En esto tienen un papel muy importante los medios de comunicación y las ONG encargadas de la protección, difusión y defensa de los derechos humanos. Sin dejar a un lado, desde luego, el competente y muy diligente trabajo de los abogados defensores quienes, con arrojo y valentía, nos mantienen informados a diario sobre los atropellos y abusos procesales.
Antes de continuar debo señalar, que me refiero a Roland y a Juan porque los conozco, y no por ello dejo de sentir simpatía por los otros tres liberados (en buena hora) y los cientos de detenidos que siguen viviendo las penurias que se padecen en las mazmorras de mi país. Hasta a ellos también mi apoyo solidario.
Sin más vueltas: me refiero –por una parte– al caso de Juan Requesens, diputado legítimo confinado (desde antes de la pandemia) a una mazmorra militar, por supuestos delitos que no ha cometido. Imposible probar lo que no ha ocurrido, por eso se habla de “presuntos” y “supuestos”. Lo que no está en el expediente, no existe. El joven parlamentario debió salir en libertad por la sencilla razón de que no ha delinquido. Su pecado está en ser líder opositor, su delito es tener firmeza en sus convicciones democráticas, su yerro el afán libertario a toda prueba. Por dicha tiene una familia amorosa y comprometida con los valores democráticos que lo sostienen en este proceloso momento. Y si me apuran digo más: nunca debió estar preso.
No le perdonan aquel encendido discurso en la AN, cuando con las palabras y frases exactas, oportunas y contundentes puso al descubierto (por si fuera falta o a mayor abundamiento) al régimen que hoy manda en Venezuela.
Lejos de desprestigiarlo, de hacer mella en su anhelo de libertad, de hollar en su integridad ciudadana y personal, de disminuirlo en su firme convicción democrática, de horadar su bizarra juventud, la peste solo ha logrado enaltecer, aún más, la figura del cautivo diputado.
Y por la otra parte me refiero a Roland Carreño, comunicador, cronista y conductor en medios radiales y televisivos, y editor de publicaciones nacionales e internacionales. A Carreño, en franca violación de sus derechos y garantías individuales, se le vinculó a hechos terroristas, imputándosele toda clase de delito relacionado con esa terrible práctica. El país siempre supo que se le castigaba sin razón, que se le cobraría una factura política que no debía, solo por estar en las filas de un partido político. Entonces yo mismo dije: “Si Roland es terrorista, yo soy El Chacal”.
Inolvidable la bajeza y la perversión de su verdugos y captores, que a cada instante aludían a su supuesta condición sexual. Seres despreciables de ideas explosivas y planes diabólicos.
En uno y en otro caso, y en todos, mejor dicho, son la obra de los adversarios políticos que recurren al uso del aparato judicial del Estado para amedrentar, amenazar y encarcelar, sin fórmula de juicio, o si acaso con el burdo teatro de la existencia o instauración de procesos judiciales, que son tan largos, inoficiosos y perjudiciales, que solo mantienen en la angustia y el temor permanentes a los “procesados”, a sus familias y allegados.
Son la macabra tarea encomendada de los golpistas en 1992, quienes en sus intentonas –por fortuna fracasadas– usando las armas que en ellos confió la República, atentaron aviesamente contra el gobierno entonces legítimamente constituido.
Estos dos casos emblemáticos pueden darnos cuenta de la situación difícil en que nos encontramos; del laberinto que significa no contar con instituciones que seria y responsablemente nos garanticen nuestros derechos y nuestras garantías, como lo establece el ordenamiento jurídico vigente o lo que queda de él.
Las certezas se tienen o no se tienen. Se sabe que, aunque sean lo menos alentadoras, conviene tenerlas claras ante cualquier panorama. Decirle sí a lo que es y no a lo que no es, a lo que no existe. De Perogrullo, pero conviene puntualizarlo, eso creo.
No tengo certezas sobre lo que políticamente ocurre hoy en Venezuela, sino percepciones o presunciones sobre lo que, lejos de favorecer un clima de confianza o resolución, solo podrían ennegrecer aún más el escenario. Es decir, por no poder pintar bien mis creyones sobre el lienzo de la actualidad, ni agregar matices que mejoren el paisaje, prefiero abstenerme. Ello no significa recurrir al silencio, eso nunca es opción. Me refiero a no enrarecer el ya laberíntico tono que nos muestra la geografía nacional. Como dice el Poeta Mayor: “No tengo puntos de vista, tengo ojos”.
Dentro de la libertad integral que posee la persona humana, debe entrar de una manera especialísima la libertad de conciencia, pues el misterio de la trascendencia late incesantemente en el corazón del hombre y es ese misterio, acicate hacia la perfección total.
Queda claro que, con las violaciones de la libertad por razones políticas, por pugnas de opiniones o el desmedido propósito de mantenerse en el poder a todo trance, se comete una grave injusticia que merece el rechazo de las mayorías. Inadmisibles resultan las lesiones que se infligen a la justicia con respecto a aquellos que padecen persecución, acoso y encierro por su forma de pensar; que se ven sometidos constantemente y de mil modos por parte del aparato del Estado.
El hombre debe, conforme con la verdad y la justicia, gozar de su dignidad responsable, no movido por coacciones, sino guiado por la conciencia del deber. Procuremos entender la democracia como la rectitud de conciencia como base del sistema, la honestidad como norma permanente, la pulcritud en las ideas y en las formas de comportamiento.
El hombre al defender los valores democráticos, y al enfrentarse a la discriminación y a la intolerancia, no hace otra cosa que actuar en defensa propia. El hombre al defender la riqueza del pensamiento libre y plural, no hace otra cosa que actuar en defensa propia.
Por lo pronto abrazo la certeza de que llegará el día del juicio, todos entrarán a la sala dispuesta, la justicia terrena juzgará sus crímenes, se oirán gritos y consignas, otros callarán sus penas y sus culpas, la justicia y los letrados harán su trabajo, quizá reos condenados por sus fechorías lloren o se burlen al escuchar la sentencia. Comenzará la reconstrucción.
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