Durante su vida, Juan Pablo II fue a menudo acusado de seguir mirando al pasado, de no comprender el presente y de no mantenerse al día con el mundo. Si bien se valoró su papel en el derrocamiento del comunismo, se pensaba que no sabía orientarse en tiempos de democracia y pluralismo, en el ágora global de las ideas, donde la Iglesia debe esforzarse, como los demás, por llamar la atención sobre sus principios. Sin embargo, hoy, quince años después de su partida a la Casa del Padre, podemos ver con qué profundidad analizó la realidad y con qué precisión fue capaz de predecir los problemas que ahora afrontamos. Mientras el sistema comunista en Europa se derrumbaba, la mayoría de los intelectuales sucumbieron al optimismo generalizado, creyendo que ahora la época de grandes enfrentamientos políticos e ideológicos había terminado y que estaba comenzando una edad de oro tranquila de la democracia liberal. En ese momento estaba de moda hablar del “final de la historia”.
Sin embargo, el Santo Padre no sucumbió a esta euforia; por el contrario, dijo (por ejemplo en su libro Cruzando el umbral de la esperanza) que el colectivismo marxista era simplemente una “versión empeorada” de un programa más amplio que había dominado la vida pública en Occidente durante tres siglos, y cuya esencia era expulsar a Dios y la religión de la esfera pública. La historia del siglo XX muestra que esta lucha no terminó bien para la humanidad, sino que condujo a muchas tragedias.
Los acontecimientos posteriores demostraron que Juan Pablo II tenía razón; no solo había diagnosticado con precisión los males que azotan al mundo occidental, sino que también pudo indicar su remedio. En su opinión, el futuro del mundo se jugará no en los campos de batalla sino sobre todo en el seno de las familias, y dependerá de cómo desarrollemos las relaciones con los más cercanos. Por eso, elevó los estudios sobre el fenómeno de la familia a la categoría de ciencia académica. La teología del cuerpo desarrollada por él se ha convertido en una respuesta profunda, integral y probada a la crisis de identidad que se observa actualmente en el ámbito del género y la sexualidad humanos.
Este problema es visible principalmente entre los jóvenes que tienen dificultades para llegar a ser adultos porque la civilización occidental moderna ha perdido los modelos tradicionales de iniciación, es decir, para alcanzar la madurez. Juan Pablo II fue el primer líder mundial que reconoció a los jóvenes como un grupo social separado, y dirigió su mensaje exclusivamente a ellos, organizando periódicamente una Jornada Mundial de la Juventud y dedicando solo a ellos muchos encuentros durante sus peregrinaciones por todo el mundo. Ayudó a toda una generación con padres ausentes y sin maestros de vida a crecer, señalando la verdadera esencia de la madurez: descubrir la identidad, la vocación, el significado y el objetivo de la vida.
En tiempos de progresiva atomización y anomia de la vida social, apuntó a la solidaridad como principio fundamental de la vida colectiva. Para él, era el equivalente social del amor, inspirado en las palabras de san Pablo: “Llevad las cargas los unos de los otros”. Nos ayudó a descubrir cuántas virtudes sociales están arraigadas en el Evangelio. Por tanto, su restauración hoy requiere un regreso a las fuentes.
Parece que el principio filosófico que ordenó su actitud hacia el mundo fue el personalismo, que se desarrolló a partir de la construcción de la vida principalmente en las relaciones personales, primero con la persona de Dios mismo y luego con otras personas. Este enfoque excluye instrumentalizar a las personas o utilizarlas con fines comerciales o políticos. Desde esta perspectiva, Juan Pablo II evaluó los diferentes sistemas sociales y económicos, mirando para ver si reducían a la persona humana al papel de productor o consumidor.
El personalismo de este Papa nos dirige a la “Primera Persona”, que es la persona de Dios mismo, cuyo mayor atributo es su Misericordia hacia las criaturas. No es casualidad que fuera uno de los principales motivos teológicos y pastorales del pontificado. Así lo señaló Benedicto XVI en su carta publicada especialmente con motivo del centenario del nacimiento de Juan Pablo II; allí, escribió que es “el verdadero centro, desde cuya perspectiva podemos leer el mensaje contenido en los distintos textos”.
También se pueden leer en las palabras pronunciadas en 2002 en el Santuario de la Divina Misericordia (Cracovia-Łagiewniki), que siguen siendo relevantes hasta el día de hoy: “En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones, y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida y la dignidad del hombre se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad”.