Hollywood ha construido parte de su mitología en la autopublicidad morbosa de su descenso babilónico a los infiernos.
De entre sus muchas víctimas célebres podemos mencionar el caso arquetípico de Orson Welles y su síndrome que alcanzó a realizadores de los setenta, como Coppola, Hashby o el propio Cimino, hundidos y quebrados por una industria que los usó y tiró como piezas de recambio, como fichas intercambiables, como pedazos de carne que se mutilan en la taquilla.
La profesora Malena Ferrer me refresca que la meca siempre tuvo predilección por asistir al funeral o al eclipse de sus estrellas, soliendo consagrarlas por sus ejercicios públicos de crucifixión en un calvario que rinde tantos frutos como el de La Pasión de Mel Gibson.
Pragmáticamente, es un ritual que hace mover a la máquina de producción y generación de contenidos, que luego justifica a la infinita temporada de premios, con sus relatos demagógicos, sus pompas de jabón, sus pesadillas.
Cavilando solo en pandemia, mi costado más crítico se arma de prejuicios al confrontar la operación vampírica del documental Val, cuyas formas se pretenden de ruptura y dislocación, pero que han sido perfectamente integradas a la correa de transmisión de Amazon.
Cuando vemos otro filme de no ficción, con footage y voice over en primera persona, presentimos que nacerá un chancho que desmembrarán en los streamings de Youtube, que cocinarán en los foros de Twitter, que almorzarán como una telenovela hípster con hambre de Oscar.
Pero conforme pasan los minutos, la propuesta de Kilmer va derrumbando nuestros preconceptos y llevándonos por una fase de exorcismo, que redescubrimos en Tarnation y que Val perfila como una adorable y modesta clase de actuación, ilustrada por un alumno prodigio que terminó como un profesor que fue devorado por su sombra de Batman y Top Gun.
De lo que hablamos, después de todo el gimmick, es de una cuestión esencial del cine, su desdoblamiento de la imagen, la guerra de la ficción ante el contraplano de la realidad, el devenir enfermizo de la profesión, el progresivo eclipse de los dioses de los estudios.
El fin de una época, del star system.
Una muerte que acompaña el tono de elegía, de western crepuscular, de último baile, que circunda al montaje de Val con sus asociaciones libres, sus collage camp de dibujitos ingenuos, sus sonrisas del antihéroe quebrado, pero digno, que nos conectan con la mejor película de Aronosfky que es El luchador.
Kilmer sobrelleva su tragedia con honor, mostrando las cicatrices y heridas que deja el ser carne de cañón de la ciudad dorada.
Como el protagonista de Fat City, queremos salir y darle un abrazo a Val, cuando los créditos están por caer.
Decirle que lo queremos, que le agradecemos por Iceman y la enorme Top Secret, adelantada a su tiempo, que Heat es una enormidad, que le negaron reconocimientos con The Doors y que entendemos su exilio, su evolución de la conciencia, que es la de cualquier hombre crítico.
Así Val ha tardado toda una existencia en realizarse, como las obras experimentales y empáticas de Richard Linklater, poniéndole cuerpo y una voz metalizada con sentido del humor negro, a la poética de la no ficción, a la vigencia del ensayo desgarrador que nos empareja en nuestro destino frágil.
Al concluir le dije a Malena que si así le fue a Val Kilmer, qué quedará para nosotros.
Ella me respondió con uno de sus silencios, con uno de sus suspiros inquietantes.
Supongo que es una metáfora de la creación, un trabajo de autoayuda que recomiendo a cualquier paciente con depresión y postrauma.
Una valiosa herramienta del cine para hacer terapia.