A Japón debiera irle bien; cuenta con mano de obra bien educada y disciplinada, y supera a la mayoría de los demás países industrializados tanto en inversión como en gasto en investigación y desarrollo (I+D). De hecho, su gasto en I+D —del 3,3 % del PBI— era hace poco mayor incluso que el de Estados Unidos. Sin embargo, el país sigue cayendo en términos relativos.
En las décadas de 1980 y 1990 la economía japonesa era la segunda del mundo, en gran medida gracias a su sector industrial, aparentemente invencible. Hoy, sin embargo, ocupa el cuarto lugar y los datos muestran que cayó recientemente por debajo de Alemania, un país con una población mucho menor —83 millones frente a 123 millones— que sufre tendencias demográficas desfavorables, muy similares a las japonesas.
Para entender el deterioro económico japonés podemos referirnos a la historia de la videocasetera (VCR, por su sigla en inglés): esta maravilla tecnológica, cuya fabricación requiere elementos mecánicos muy pequeños y confiables, fue alguna vez el orgullo de la manufactura japonesa de precisión. Japón tenía prácticamente el monopolio del mercado mundial de las VCR, ya que no se fabricaban en Estados Unidos y las empresas europeas no podían producir la misma calidad con tanta eficiencia. En su apogeo —mediados de la década de 1980— los japoneses fabricaron y exportaron muchos millones de unidades, con precios relativamente elevados y buenos márgenes de ganancia.
Pero la tecnología analógica de las VCR no fue capaz de competir con los sustitutos digitales que surgieron en la década de 1990 y se tornaron omnipresentes a principios de la década de 2000. La producción de las VCR cayó y obligó a las empresas a reducir sus precios y márgenes de beneficio hasta que, una tras otra, dejaron de fabricarlas. Hoy día no hay en Japón ni una empresa que fabrique VCR. Muchos otros productos electrónicos de uso personal, como las grabadoras de casete y el Walkman, tuvieron una trayectoria similar.
La electrónica para uso personal fue una piedra angular de la industria japonesa de exportación, pero los nuevos productos electrónicos digitales de estado sólido no requerían la ingeniería de precisión por la que destacaban los japoneses. Resultaba entonces más barato producir los componentes en otros lugares de Asia y ensamblarlos en China (EE. UU. creaba el software). Mientras tanto, la demanda y los precios de las exportaciones japonesas seguían cayendo.
Los economistas no suelen estudiar los precios de las exportaciones de los países por sí solos, sino en relación con los precios de las importaciones, a lo que llaman términos de intercambio. Japón tiene un comportamiento muy diferente al de otras economías desarrolladas, ya que sus términos de intercambio —que se mantuvieron cerca del 160 % a mediados de la década de 1980— empeoraron a fines de la década de 1990 y se desplomaron a principios de la década de 2000 (para 2008 esa relación había caído por debajo del 100 %). Como referencia, los términos de intercambio de la Unión Europea y EE. UU. se mantuvieron aproximadamente a un nivel constante (cerca del 100 %) durante ese mismo período, casi siempre con escasas fluctuaciones (dentro de los 10 puntos porcentuales).
Factores como el empeoramiento de los términos de intercambio tuvieron un papel mucho mayor que los cambios demográficos desfavorables en el deterioro económico relativo de Japón. Es verdad, su población está envejeciendo y se ha reducido, pero la población estadounidense solo aumentó aproximadamente un cuarto más que la de Japón desde 1995 y, sin embargo, el PBI de EE. UU. creció más del 300 % que el japonés.
Aunque el nivel de vida en Japón siguió mejorando, lo hizo a un ritmo lento, y la situación de los consumidores japoneses es peor en términos generales que la de sus contrapartes en otras economías desarrolladas. Si consideremos el PBI per cápita ajustado por costo de vida, Japón perdió terreno frente a Europa, cuya tendencia fue muy similar a la de EE. UU.
La gran pregunta es por qué los productores japoneses no abandonaron antes —y su gobierno no los instó a hacerlo— productos como las VCR, ni intentaron tomar la delantera en las tecnologías de avanzada que los estaban reemplazando. Indudablemente, la rigidez institucional lo explica en parte: cuando las empresas cuentan con conocimientos sobre un tema específico, suele resultarles más rentable mejorar las habilidades relacionadas que pasar a otro campo.
Pero es probable que también hayan incidido factores psicológicos: las principales empresas japonesas —y, de hecho, la sociedad japonesa en su conjunto— estaban orgullosas de su destreza ingenieril, por lo que les resultó difícil aceptar que esas admirables capacidades estuvieran perdiendo valor. Lo mismo ocurrió con los burócratas gubernamentales, incluidos los del Ministerio de Industria y Comercio Internacional, una institución que había adquirido una reputación casi mítica gracias a su éxito para conducir el crecimiento japonés. Los líderes y productores japoneses prefirieron el deterioro económico a admitir que su competencia técnica clave ya no tenía valor alguno.
Eso nos lleva a la primera lección clave de la experiencia japonesa: sin importar cuán exitosa haya sido una economía en el pasado, debe estar dispuesta a adaptarse a las nuevas ideas, tecnologías y circunstancias. La segunda lección clave es que el deterioro relativo, aun bien gestionado, lleva a la pérdida de influencia a escala mundial.
Europa —que carece de solidez en las tecnologías emergentes y cuya población está envejeciendo — debiera prestar atención. Durante casi 20 años la UE ha procurado aumentar el gasto en I+D al 3 % del PBI y apoyar las inversiones; pero llevar esos indicadores a los niveles japoneses tal vez no solucione el problema del crecimiento europeo… si esos recursos se asignan a sectores destinados a desaparecer.
Traducción al español por Ant-Translation
Daniel Gros es director del Instituto de Políticas Europeas de la Universidad de Bocconi.
Copyright: Project Syndicate, 2024.
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