José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926-2021) pudo ser un elegante oficial de navío por su exquisito aire, de aristócrata andaluz desolado de señorío y nostalgias, yendo y viniendo entre los viñedos y pantanos, las serranías y playas del mar, amando la vida y sus placeres. Quizás por ello gozó de un enorme prestigio entre casi todas las cáfilas y catervas de los intelectuales peninsulares y sudamericanos, que le celebraron con numerosas distinciones, incluido, el Premio Cervantes.
En varias ocasiones declaró sentirse un musulmán que aún luchaba contra el depredador cristiano. Este sentimiento acerca de la cultura abolida y el exotismo de sus progenitores explican, quizás, el caudal del léxico, el tono y la serenidad casi estoica que brindan sus poemas que provienen, sin duda, de su apego a la filosofía del al-Andaluz. Vivió, además, prolongadas temporadas fuera de España, en Colombia y Cuba y conservó ese rostro de modelo de Velásquez de sus fotos de juventud, con un habla salpicada de picardías, medio cubana y colombiana, aparentando estar distraído, pero al borde de una mueca maliciosa que fue dando cuerpo a ese lento desdén prolongado con el cual precisó y dictó los despojos de su prodigiosa memoria.
Recordando sus años de Colombia consideraba que «fueron especialmente importantes”. Caballero Bonald hizo parte de la revista Mito, que publicó una antología de su poesía: El papel del coro (1961). Sus colaboraciones en suplementos literarios fueron constantes, y sirvieron para informar a los colombianos de las vicisitudes de la vida política y la poesía de una España que apenas iba saliendo del martirio y la pobreza de la posguerra. Los años de Colombia le refundieron con ciertos ambientes, quizás verbales, que había estado buscando en sus primeros libros.
Destierros que tenían que ver con el franquismo. Dijo incluso que su poesía de esos años se había empobrecido deliberadamente, pues suponía, «con disculpable desenfoque, que era mucho más importante denunciar algo de lo que estaba ocurriendo a través de la literatura.» También, como varios de sus compañeros de generación, Ángel González, Goytisolo, Barral, incluso Gil de Biedma, creyó que la poesía podía cambiar la realidad. Luchaba contra la hostilidad del medio y creía que la literatura era un arma apta para transformarlo. No obstante, después dijo que cuando empezó a escribir nunca pretendió definir el realismo antes de las obras sino a partir de ellas. Desde muy joven tuvo predilección por los textos clásicos, de Homero hasta los poetas de la Roma decadente, como también, trató de aclarar, a través del lenguaje, sus experiencias, haciendo una crítica de sus actitudes. Constantes que cruzan toda su poesía.
Sus primeros poemas, usando un lenguaje fosco, recorren su niñez y sus dilemas de adolescente; la vida interior en relación con el mundo y los hombres, siendo esa la causa para que los paisajes sean Medina Sidonia, Formentor, el río Guadalete, Benisalem, regiones marítimas donde pasó sus primeros años. Poesía juvenil que habla más al yo de quien escribe que al de quien lee. En Memorias de poco tiempo el paso hacia el otro mundo vitaliza sus expresiones, las humaniza. Libro claramente moral, la palabra se hace testimonio, juzgando incluso su propio pasado.
En Pliegos de cordel confeccionado, como su primera novela Dos días de setiembre, en Colombia, escribe impelido por la necesidad y las exigencias que demandan los hechos cotidianos. Allí están los hombres, sus circunstancias y la conducta que debe asumir el escritor frente a su obra. De esta época son algunos de los poemas más críticos que haya publicado. Ni su vida ni su obra escapan.
En mil novecientos setenta y siete apareció el más famoso de sus libros: Descrédito del héroe, donde reasume sus temas más caros, que había abandonado con la publicación de los pliegos de cordel; la poesía será otra vez el arma para vencer una realidad agresiva e insatisfactoria, que se niega a servir al hombre; el paso del tiempo; la búsqueda, en la infancia, de unas señales que expliquen nuestras vidas; el vasto conocimiento de su historia colectiva y el amor, «que hace posible nuestra supervivencia«.
Caballero Bonald creía que, además, en Descrédito del héroe está, exacerbada, su preocupación por inquirir en su experiencia, entregándonos una secuencia de fijaciones, de obsesiones críticas y morales referidas a la pervivencia de unas instituciones que falsifican la vida: la credibilidad, el falso heroísmo de ciertos individuos, la fragilidad de los ídolos, símbolos de una sociedad caduca.
No siendo un libro indiviso, en él desmitifica variadas situaciones y personajes de la vida cotidiana española y de la suya propia; sus experiencias nocturnas, sus errancias con el alcohol y el sexo están buscadas, recodo tras recodo, en la memoria, con un método casi satánico que entra a saco en esas zonas vedadas donde uno logra caer bien hondo cuando da rienda suelta a la vida. Algunos textos recuerdan a Kafka, Miller o Kavafis, y no es extraño que esos textos nos provean de una poética donde lo vital se impone a lo libresco, encendido, todo, por el arte que deparan el choque de los sentidos de las palabras. “En un poema, -dijo-, las palabras deben tener un significado más rico que el que tienen en el diccionario. A veces pones juntas dos palabras que nunca lo han estado y abren un mundo, rompen un sello. Y lo hacen por el puro atractivo fonético. La poesía es una mezcla de música y matemáticas: tonalidad y rigor”.
JMCB publicó once libros de versos, recogidos en Somos el tiempo que nos queda (2011), donde se advierte la honradez intelectual de un escritor que causó, entre ciertos biempensantes peninsulares, un permanente escozor, un desafecto por su irreductible independencia.
Qué duda cabe que Caballero Bonald dotó a la poesía de textos memorables. Su destrísima maestría verbal, su pasión por la mimesis como metáfora de la ironía y su impecable e implacable valor civil hicieron de su poesía una de las más hermosas y apasionantes lecciones de ética de nuestro tiempo.
Entra la noche
Entra la noche como un trueno
por los rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de prostíbulos,
templos, alcobas, celdas, chozas,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.
Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de caverna,
se va esparciendo por los bordes
del alcohol y del insomnio,
lame las manos del enfermo
y el corazón de los cautivos,
y en la blancura de las páginas
entra también la noche.
Entra la noche como un vértigo
por la ciudad desprevenida,
rasga las sábanas más tristes,
repta detrás de los cobardes,
ciega la cal y los cuchillos
y en el fragor de las palabras
entra también la noche.
Entra la noche como un grito
por el silencio de los muros,
propaga espantos y vigilias,
late en lo hondo de las piedras,
abre los últimos boquetes
entre los cuerpos que se aman,
y en el papel emborronado
entra también la noche.
Barranquilla la nuit
Cuerpo inclemente, circundado
por un vaho de frutas, desguazándose
en la tórrida herrumbre
portuaria,
¿no eran
los labios como orquídeas
mojadas de guarapo, no tenían
los ojos mandamientos de cocuyos
y allí se enmarañaban
la excitación y la indolencia?
Mórbida efigie de esmeralda
y musgo, entrechocan sus pechos
entre la mayestática cochambre
de la noche.
Desnuda
antes que alerta y disponible,
desnuda nada más, desmemoriada
sobre un cuero de res, el vientre
húmedo de salitre y en el cuello
el amuleto pendular de un dado
cuyo rigor jamás aboliría
los tercos mestizajes del azar.
Rauda la carne y prieta
como un sesgo de iguana, surca
los fosos coloniales, deposita
en las inmediaciones del marasmo
una aromática cadencia
a maraca y sudor y marigüana,
mientras cumple el amor su ciclo
de putrefacta lozanía
en el nocturno ritual del trópico.
José Manuel Caballero Bonald
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