“Nos encontramos por la mañana sentados en la cama en la posición del chac-mool, en la cara la expresión átona de las estatuas de piedra y en las rodillas la bandeja del anónimo desayuno de hotel al que tratábamos de añadir sabores locales pidiendo que nos trajeran también mangos, papayas, chirimoyas, guayabas, frutas que en la dulzura de la pulpa ocultan sutiles mensajes de aspereza y acritud”.
Trasunto de Ítalo Calvino en su viaje a México
El imperio mesoamericano Zapoteca simplificó su origen sin mayores leyendas ni complejos matices míticos. Y sin embargo, la simplicidad de su cosmogonía raya en una exquisita sofisticación, la misma que admiramos en sus grandiosos centros ceremoniales, como en Monte Albán (nombre acuñado durante la Conquista española por la similitud del portentoso paisaje con los Montes Albanos en Italia), aunque en tiempos prehispánicos también fue conocido como Monte Jaguar.
Pienso en la génesis poética de ese pueblo extraordinario, y de quienes sin mayores matices míticos se decían hijos del jaguar, ese soberbio animal sagrado, pero también de las rocas y de los árboles.
Bellísima concepción esa de haber nacido de materiales geológicos, orgánicos y de la grandeza de uno de los felinos más fieros y elegantes. La iconografía de este último ser ha sido grandiosa entre nosotros, desde las pictografías y códices precolombinos, a la pintura de Rufino Tamayo y de Toledo, ambos portentosos artistas contemporáneos oriundos de ese territorio que es hoy Oaxaca.
Esta entidad al sur de la república mexicana preserva con rigor extremo algunas tradiciones milenarias expresadas en sus tejidos, cerámica, gastronomía, y un carácter de dignidad indígena que representan 16 grupos étnicos, entre los que destaca también el pueblo Mixteco, con expresión hablada en varias lenguas, de las cuales una de las principales sería la Ñuu Savi o “Pueblo de la Lluvia”.
Esta suerte de prolegómeno no puede resumir en cuatro párrafos un espacio geográfico y cultural de raíces traducibles en emociones creativas que han dado origen a obras literarias de la estatura de Bajo el volcán de Malcom Lowry, quien aún cuando centra su novela en Cuernavaca, toma del paisaje humano en Oaxaca las claves más secretas de esa obra considerada iniciática.
Estas líneas, que de algún modo lamento, tienen que ver y coinciden también con lo tiempos des-Corona-dos (o descorazonadores) que estamos sobreviviendo, y con un humanista y hombre de letras nacido en Cuba, e italiano de altísima pluma y nacionalidad, como Ítalo Calvino. Él habría encontrado en dos feas palabras, anosmia y disgeusia, un apéndice para agregar a una obsesión literaria que le llevó a explorar cinco ideas, proyectos, sentidos -que acabaron plasmados en tres- porque los interrumpió la muerte.
Sí, Calvino tuvo el proyecto de asomarse literariamente, como leitmotiv paralelo de historias pasionales, a los 5 sentidos, pero solo pudo concluir los del olfato y el gusto que mencioné en sus términos científicos arriba, y el relativo a la audición. Y ya en una conferencia donde se refirió al proyecto del que sería su libro póstumo de relatos, Calvino dictó una conferencia en Nueva York en 1983, diciendo que su volumen habla de los cinco sentidos para demostrar que el hombre contemporáneo ha perdido su uso. «Mi problema, escribiendo este libro es que mi olfato no está muy desarrollado, me falta atención auditiva, no soy un goloso, mi sensibilidad táctil es aproximativa y soy miope”.
El relato que nos ocupa se llamaría primero “Sabor saber” y finalmente “Bajo el Sol Jaguar”, que terminó dando título a la colección de cuentos. Es el único texto que incluye un epígrafe ilustrativo, con la precisión etimológica del verbo “Gustar”, del célebre diccionario de sinónimos de Niccoló Tommaseo:
“Gustar, en general, ejercitar el sentido del gusto, recibir la impresión, aun sin voluntad deliberada, o sin reflexión posterior. El catar es determinante para gustar y saber lo que se gusta; o por lo menos denota que de la impresión experimentada tenemos un sentimiento reflejo, una idea, un principio de experiencia. De aquí que sapio, para los latinos, equivaliera translaticiamente a sentir rectamente y por ende el sentido del sapere (saber) italiano, que equivale a doctrina recta, y el prevalecer de la sapiencia sobre la ciencia”.
La pinza de mi renovado interés en la agudeza imaginativa y lúdica del autor de tres de las novelas más influyentes del siglo XX (El barón rampante, El caballero inexistente y El vizconde demediado) se cierra al recordar que Calvino introdujo una breve guía de lo más refinado de la cocina mexicana en un cuento simbólico donde la recuperación del amor de una pareja y la seducción por los alimentos preparados por las manos sabias de una tradición antigua, nos dan una bella lección de vida.
La esposa de Calvino, refiriéndose a la génesis de la que sería la última obra de su marido y cuyos entresijos formales conoció como nadie, refirió la inquietud de Calvino por su labor inconclusa: En unas notas escritas pocos días antes de caer enfermo -cuando había comenzado a pensar en la estructura general del libro- Calvino se refirió a la importancia del marco y lo definió así el 2 de septiembre de 1985:
«Hay una función fundamental, tanto en arte como en literatura, que es la del marco. Marco es aquello que señala el límite entre el cuadro y lo que está fuera de él: permite al cuadro existir, aislándolo del resto, pero recordando a la vez -y en todo caso representando- todo aquello que del cuadro permanece fuera de él. Podría arriesgar una definición: decimos que es poética una producción en la que cualquier experiencia singular adquiere evidencia destacándose de la continuidad del todo pero conservando como un reflejo de aquella vastedad ilimitada».
En realidad, sería preferible considerar Bajo el Sol Jaguar no como algo que Calvino comenzó y no terminó, sino meramente como tres cuentos escritos en diferentes períodos de su vida.
Y para “abrir boca” y proponer que accedan a la lectura de estas joyas de la prosa de Ítalo Calvino, les dejo con estos párrafos deliciosos:
“Desde luego los jesuitas se habían propuesto competir con el esplendor de los aztecas, las ruinas de cuyos templos y palacios -¡el palacio de Quetzalcóatl!- estaban siempre presentes para recordar un dominio ejercido con los efectos sugestivos de un arte transfigurador y grandioso. Había un desafío en el aire, en ese aire seco y fino de los dos mil metros: el antiguo desafío entre la civilización de América y la de España en el arte de encantar los sentidos con seducciones alucinantes, y de la arquitectura se extendía este desafío a la cocina, donde se habían fundido las dos culturas, o quizá donde la de los vencidos había triunfado, con ayuda de los condimentos nacidos de su suelo. A través de blancas manos de novicias y de manos morenas de conversas, la cocina de la nueva civilización hispano-india se había convertido ella también en campo de batalla entre la ferocidad agresiva de los antiguos dioses del altiplano y la sobreabundancia sinuosa de la religión barroca…
En el menú de la cena no encontramos chiles en nogada (de una localidad a otra el léxico variaba y proponía nuevos términos que registrar y nuevas sensaciones que distinguir), sino guacamole (es decir, un puré de aguacate y cebolla para tomar con las tortillas crocantes que se desmenuzan en numerosas lascas y se hunden como cucharas en la crema densa: la pingüe suavidad del aguacate -el fruto nacional de México difundido en todo el mundo con el nombre deformado de avocado– acompañada y subrayada por la sequedad angulosa de la tortilla que a su vez puede tener tantos sabores fingiendo no tener ninguno), después guajolote con mole poblano (es decir, pavo con salsa de Puebla, entre tantos moles uno de los más nobles -se servía en la mesa de Moctezuma-, más laboriosos -para prepararlo se necesitan no menos de tres días- y más complicados -porque requiere cuatro variedades diferentes de chiles, ajo, cebolla, canela, clavos de olor, pimienta, semillas de comino, de coriandro y de sésamo, almendras, pasas de uva, cacahuetes y un poco de chocolate) y por último quesadillas (que es otro tipo de tortilla en la que el queso va incorporado a la masa y acompañado de carne picada y de frijoles fritos).
En la mitad de la masticación los labios de Olivia se demoraban hasta detenerse casi, pero sin interrumpir del todo la continuidad del movimiento que aminoraba como si no quisiera que se alejase un eco interior, mientras su mirada se fijaba con una atención sin objeto aparente, casi alarmada. Era una concentración especial del rostro que observaba en ella durante las comidas, desde que habíamos empezado nuestro viaje por México: una tensión que yo veía propagarse de los labios a las aletas de la nariz, ya dilatadas ya contraídas. (La nariz tiene una plasticidad muy reducida -sobre todo una nariz armoniosa y gentil como la de Olivia- y cada movimiento imperceptible tendiente a aumentar la capacidad de las aletas en sentido longitudinal las hace en efecto más finas, mientras el correlativo movimiento reflejo que acentúa su ancho da por resultado en cambio una especie de retracción de toda la nariz hacia la superficie del rostro.) Por todo lo dicho podría creerse que al comer Olivia se encerraba en sí misma, absorta en el recorrido interior de sus sensaciones; en cambio el deseo que toda su persona expresaba era en realidad el de comunicarme lo que sentía: de comunicarse conmigo a través de los sabores o de comunicarse con los sabores a través de un doble juego de papilas, el suyo y el mío.
«¿Sientes?», me decía con una especie de ansiedad, como si en aquel preciso momento nuestros incisivos hubiesen triturado un bocado de composición idéntica y la misma brizna de aroma hubiera sido captada por los receptores de mi lengua y de la suya. «¿Es el xilantro? ¿No sientes el xilantro?», añadía, mencionando una hierba que por el nombre local todavía no habíamos logrado identificar con seguridad (¿tal vez el eneldo?) y de la que bastaba un delgado hilo en el bocado que estábamos masticando para transmitir a la nariz una conmoción dulcemente punzante, como una impalpable ebriedad. Esta necesidad que Olivia tenía de envolverme en sus emociones me era muy grata, porque me demostraba cuán indispensable le era yo y cómo para ella los placeres de la existencia eran apreciables únicamente si los compartía conmigo. Sólo en la unidad de la pareja -pensaba- nuestras subjetividades individuales se amplían y completan. Mi necesidad de confirmar esta convicción era tanto más grande cuanto que desde el comienzo de nuestro viaje mexicano el entendimiento físico entre Olivia y yo atravesaba por una fase de rarefacción, si no de eclipse; fenómeno seguramente momentáneo que en sí no era inquietante, e incluso entraba en los altibajos normales a que está sometida, a lo largo del tiempo, la vida de toda pareja. Y no podía sino observar que ciertas manifestaciones de la carga vital de Olivia, ciertos arrebatos o indolencias o estremecimientos o agitaciones, seguían desplegándose ante mis ojos sin haber perdido nada de su intensidad, con una sola variante de importancia: que tenían por escenario no ya el lecho de nuestros abrazos sino una mesa tendida”.
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