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Isabel de Caracas

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Reescribir la historia es el mal de estos tiempos, sobre todo el perverso propósito de quienes aspiran a dominar nuestros pueblos dejándolos sin partida de nacimiento, volviéndoles nómades, sin sitio donde anclar sus almas.

Simón Bolívar, criollo, también se empeña en borrar de un plumazo y con tinta de sangre los trescientos años de nuestra trayectoria hispano-venezolana, a partir de 1812. Apaga las luces de la Universidad. Marca con las espadas al destino patrio. No por azar, pasados doscientos años y aún hoy –dejando a salvo el intersticio de un magro medio siglo de vida civil y civilizada hasta 1999– sigue Venezuela como el traspatio de las caballerizas y las peonadas. Es un cuartel. No ha dejado de serlo.

Enhorabuena, acaba de entenderlo la Iglesia al pedirnos refundar a la nación, reencontrar las huellas de nuestro mestizaje cósmico –el giro es de Vasconcelos– para que luego, con esa base firme, se le dé forma a la república. La democracia no existe sin aquella. Por ende, se ha vuelto baratija que se transa en los tugurios de malvivientes, sin la presencia del pueblo.

Al pasado no se regresa cuando cabe mirar al porvenir. Pero sin pasado, lo sabe bien Ulises y lo muestra con su ejemplo de Ítaca, se pierde cualquier rumbo. Se deambula sin destino. De modo que, tirar recientemente al olvido a Francisco Fajardo retirándole su nombre a la autopista que cruza a la metrópolis caraqueña, es obra de la maldad, asimismo de la ignorancia. Solo se desentierra a un cacique altivo que persigue a otras naciones originarias, mucho antes de que enfrente a los fundadores llegados desde el Viejo Mundo.

La llamada provincia Caracas, habitada desde la aurora de los tiempos por aborígenes diversos y separados -Caracas, Tarmas, Taramaynas, Chagaragatos, Paracotos, Teques, Meregotos, Mariches, Arvacos y Quiriquires, Oharagotos- debe su nombre al primero de dichos grupos.

Se sabe de la existencia de tal provincia a través de las noticias que a su hijo Francisco Fajardo le transmite su madre, la cacica de la nación Guaiquerí sita en la actual isla de Margarita, llamada Isabel. Sabe ella por su abuelo, el cacique Charayma, del valle de Maya (Caracas), quien le habla de esas tierras fértiles cruzadas de riachuelos, de clima benigno, situadas al traspasarse la cordillera y constantes de veinte lenguas entre el Norte y el Sur y de cuarenta leguas desde Borburata –actual parroquia del municipio venezolano de Puerto Cabello– hacia el este.

Fajardo intenta conocer y poblar ese valle acompañado de unos hermanos suyos por parte de madre y de veinte originarios Guaiqueríes, valido de su dominio de las distintas lenguas habladas en esas costas del centro de la provincia. Eran gobernadas, entre otros y para entonces, por el cacique Naiguatá, primo de su madre. Corría el año 55 del siglo XVI.

Por mediación de Naiguatá, en efecto, logra Fajardo contactos con los caciques que ocupan el valle que pudo acoger a un gran lago interior como lo refiere Alejandro Humboldt (París, 1820) y tiene a su frente el actual cerro Ávila. Después regresa a su punto de origen.

Más tarde, acompañado de su madre Isabel –que al paso es una india caraca nacida en el valle de Maya– y un centenar de guaiqueríes, emprende en el 57 su segundo viaje. Trae consigo, junto a sus guaiqueríes, a un grupo de indígenas Píritu y en su escala, pasado el llamado Cabo de Codera, alcanza al sitio de Chuspa. Allí le visitan los caciques Paisana y Guaimacuare, queriendo ofrendar respetos a su madre. Le insisten estos que se queden allí y ocupen para sus labranzas el valle de Panecillo, en la costa.

Pero las molestias y envidias entre los indígenas del lugar sujetos a los caciques que le proveen asentamiento a Fajardo y los suyos, origina que la parca se los engulla a todos. El cacique Guacamacure se empeña en conservar la amistad entre todos. Sin embargo, en junta de este con sus pares, cuya exaltación de ánimos debe sosegar el señor de Caruao, se decide pedirle a aquel que regrese con su gente a Margarita. Así lo hace, no sin mediar un desencuentro y el uso de la violencia. Le cobra la vida a Isabel de Caracas, que muere al tomar de las aguas envenenadas.

El cacique Guacamacure previene a Fajardo de la visita de avenimiento que le anuncia Paisana y otra una celada. Antes de partir, por consiguiente, lo ahorca y arranca la vida a diez aborígenes comprometidos. Oviedo y Baños, sin embargo, refiere sobre “la acción indigna de un corazón magnánimo” como el de Fajardo, primer fundador de Caracas. Era llegado el año 58.

En su tercera vuelta avanza, ahora sí, hacia el valle de Maya entrando por la loma de las Cocuizas donde encuentra al cacique y logra ganarse su voluntad. Desde el poniente hasta el oriente, acaso por las vegas del río principal, el Guaire que lo trasiega del oeste y al este, deja instalado un hato ganadero y rancherías que denominará San Francisco. Sucesivamente se establecerá en el sitio la villa que recibirá el mismo nombre y sobre la que queda fundada, años después, la ciudad de Santiago de León, por Diego de Losada.

Fajardo decidió caminar por el territorio de los indios Teques, en el sureste del Valle. Iba en búsqueda de minas de oro que sellan el fin de su empresa. El vil metal, como aún ocurre transcurridos desde entonces más de cuatro siglos, divide las voluntades y causa enconos. Así, hubo de abandonar primero a San Francisco y después Villa Rosario, en una saga que como sino ha regresado y no se detiene en el presente, por ausencia de memoria histórica.

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