No les quepa duda de que en este preciso momento el Estado Mayor del Ejército iraní y la «Segunda Bis» –el Servicio de Información– de la Guardia Revolucionaria están evaluando los tiempos de respuesta de la defensa antiaérea israelí, los resultados de la interceptación de las comunicaciones aliadas en la zona, los informes procedentes de los satélites rusos, tal vez, también chinos; calculando cuántos de sus misiles de crucero y balísticos salvaron el escudo de defensa –tienen, al menos, la certeza de que uno hizo impacto en una base militar determinada, cortesía del gobierno de Netanyahu en función de observador de artillería para Teherán–, rastreando la redes sociales, a ver si algún internauta publica imágenes con referencias geográficas exactas, y evaluando la coordinación táctica con los de Hezbolá, los hutíes del Yemen y los sirios… Y cruzando los dedos para que la cosa no vaya a mayores. Por su parte, Israel estará en las mismas, pero, eso sí, bajo la certeza de que la última línea de defensa antiaérea tuvo que operar sobre los mismos cielos de Jerusalén, a la caza de unos drones que habían volado en «autónomo» desde cientos, si no miles, de kilómetros y cuya llegada se sabía con horas de preaviso. No es que a uno le despierte mucha simpatía el régimen de los ayatolás, aunque los iraníes del común con los que traté en Bam, Hamadan y la propia Teherán fueron siempre amables y acogedores, otra cuestión es su idea del manejo del automóvil, pero como en la vida conviene ponerse de vez en cuando en el lugar del otro, entiendo que su gobierno, por mucho que tire de teocracia, tiene que enfrentar a esos «poderes fácticos» presentes y ejercientes en la trastienda de cualquier sociedad y a un sector de la opinión pública, patriota y tal, que exigía una respuesta, la que fuera, al bombardeo del consulado en Siria y a la muerte de ocho comandantes de la Guardia Revolucionaria.
En su concepción del mundo, el régimen ha salvado la cara ante los propios, ha provocado espasmos de placer entre la clientela, ha demostrado que Israel depende del despliegue militar de Estados Unidos, Reino Unido y Francia en Irak, Jordania y parte de Siria, y ha puesto de manifiesto la mala voluntad occidental hacia los verdaderos creyentes, que son ellos, los chiítas, claro, tocando de paso los dídimos a esos saudíes vendidos a Washington. Y sin causar un muerto, que ya ha dicho Biden que no cuenten con él para la escalada de la tensión. No conviene, pues, subestimar a un enemigo como Irán, que trabaja la industria nuclear, es capaz de desentrañar con la llamada «ingeniería inversa» el armamento occidental, tiene técnicos en informática muy buenos, para eso descienden de los persas, y, sobre todo, no les importa poner los muertos que sea sobre la mesa. Es cierto que, a la corta, en una confrontación bélica clásica con Occidente no tienen mucho que hacer, pero alguien capaz de tirar proyectiles desde un millar de kilómetros siempre puede dar una mala sorpresa. Y no están solos. Al final, como ocurrió cuando nos caían los «Scud» de Sadam, Washington impedirá a Israel que tome represalias a gran escala contra un régimen que tiene entre sus objetivos políticos declarados la extinción del Estado judío. Mejor que aguanten unos pocos misiles, que para eso corremos con los gastos del «domo de hierro».
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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