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La imagen de un niño con los brazos en cruz, amenazado por el nazismo en el ghetto polaco fue suficiente discurso demoledor que denunció ante el mundo las atrocidades nazis durante la Segunda Guerra Mundial desatada por la insana voracidad de Adolfo Hitler. Una niña desnuda gritando despavorida en alguna aldea del Vietnam huye de las criminales llamas norteamericanas del napalm y un joven también vietnamita, arrodillado y con las manos atadas, recibe el balazo en la cabeza que le dispara impune un despiadado coronel norteamericano. Son imágenes que dieron la vuelta al mundo ratificando lo que se dice: ¡que una imagen vale más que mil palabras!

Recibo un artículo estremecedor sobre la fatalidad que ahoga al país venezolano, la enumeración de sucesivas catástrofes y calamidades de toda clase y magnitudes, el abismo del hambre y la miseria, el hundimiento del honor y de la dignidad. El hostigamiento, las amenazas, la tortura y la diáspora, pero al comenzar su lectura también me estremezco porque siento que se trata de un artículo que creo haber leído muchas otras veces. Déjà vu. Es como si mirara una y otra vez las olas del mar estrellándose contra las negras rocas del tiempo o contra la maciza muralla del malecón; en apariencia las mismas olas aunque distintas pero siempre iguales a sí mismas. Sin embargo, lo que detuvo y paralizó la lectura del texto fue la imagen que lo ilustraba: la foto de una maternidad, la imagen de una madre con su pequeño hijo en los brazos.

La maternidad es uno de los sentimientos más nobles que existen. La madre altera las formas de su cuerpo porque una vida se está gestando en su interior. En relación con este sublime proceso de multiplicación de vidas se han escrito toneladas de artículos, versos, libros, secuencias cinematográficas, obras de teatro y danza; se han derramado Niágaras de llanto y millares de pintores y célebres escultores se han ocupado en todos los siglos vividos por el arte en rendir homenaje a la madre mostrando el invalorable disfrute de sostener a su hijo en brazos.

Cuando mis hijos vinieron al mundo lloré antes de que ellos lo hicieran o tal vez lloramos juntos, al mismo tiempo, pero la fotografía que ilustraba el vociferante artículo mandando al infierno al chavismo lejos de sacarme lágrimas de lástima supo encontrar la manera de exprimirme lágrimas de odio y furor.

Una niña convertida en abuela, envejecida en corta edad por lo que le ha negado la vida amable de otros. Un ser apagado, destruido. Un espectro escapado de un nuevo holocausto, desaforado e injustamente calificado por sus gestores como «bolivariano» que recorre brutalmente el territorio venezolano donde antes hubo un país y en los brazos del infortunio que cerca a esta niña ya anciana veo a la criatura de uno o dos años que me mira desde lejos, desde la cercanía de la muerte que lo sostiene y me pregunto: ¿Dónde estoy? ¿Qué han hecho con esta mujer y con mi país estos miserables magistrados que el mundo entero califica de traficantes? ¿Será necesario que la foto de esta niña destruida dé también la vuelta al mundo para ratificar los altos niveles de perversidad socialista «bolivariana» que asfixia a los venezolanos? ¿Irán a votar mujeres como ella? Seguramente están ceduladas, pero ¿tendrán ardor para votar en una nueva aventura electoral, en un nuevo referéndum revocatorio?

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