Siendo director de la Cinemateca Nacional fui invitado a numerosos Festivales de Cine en los que conocí a destacados críticos y formé parte en muchas ocasiones de la Fipresci, Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica, con los críticos que ocasionalmente se encontrasen reunidos. Con el tiempo descubrí que por lo general siempre éramos los mismos en cada festival, constituíamos algo parecido a un clan, una tribu. Era una manera de satisfacer a lo largo del año y con cierto desparpajo un trozo de vida sin gasto alguno: viajes, alojamiento en buenos hoteles, filmes más o menos aceptables que debíamos visionar entre flemáticos bostezos, tragos, comida a veces étnica, pero generalmente saludable… hasta que me harté y decidí no volver más a saludar y compartir aquella vida regalada. Es lo que explica por qué estuve en Cracovia, donde se celebraba un reconocido Festival de Cortometraje.
Durante siglos, Cracovia fue capital de Polonia y guarda tesoros histórico y arquitectónicos y, particularmente, La dama del armiño, el célebre cuadro de Leonardo da Vinci, un resto de la muralla medieval que protegía a la ciudad y la portentosa leyenda del dragón que murió por comerse una oveja llena de azufre. Pero es depositaria, también, de una desventura: a menos de treinta kilómetros se encuentra Auschwitz, el famoso campo de concentración nazi que durante años fue sostenido espacio de la más alta y organizada empresa de crueldad y exterminio humano.
Mi presencia en Cracovia durante su festival cinematográfico explica mi visita al siniestro campo de exterminio porque es visita obligada pasar bajo el arco de infamia y su cínico Arbeit Macht Frei (el trabajo os hará libres) el lema de bienvenida.
Estuve en Auschwitz, me uní a un grupo de visitantes franceses y con ellos recorrí el campo enfrentando la viva presencia de la muerte y de la indignidad que impregnaban los pabellones en los que mas de 1 millón de judíos y gitanos murieron asfixiados por el Zyclon B, gas fabricado por la IG Farben, y luego cremados en los hornos. Pero era avanzar por armarios de cristal llenos de escarpines y zapatos de niños, tejido humano convertido en forros para libros, jabones fabricados con las cenizas muertas. Pabellones de tristeza apelmazada, hornos tenebrosos.
Una macabra exposición de la muerte colectiva, la ausencia de piedad, el dolor expuesto, la miseria humana en su último grado de aceptación, una minúscula taza de metal con calculadas treinta miserables calorías diarias de agua sucia y conchas de papa que al ser servida las víctimas rogaban al nazi que hundiera el cucharón hasta el fondo de la olla para sacar algunas conchas como único alimento. Nadie en aquel infernal universo de la muerte perdía su pequeña taza metálica porque era el único lazo que los unía a una vida realmente inalcanzable. Hay dentro del campo un museo que exhibe los despojos de las víctimas, pero también la documentación de la organización y pasos o etapas administrativas, memorandos, reglamentos, horarios estrictos, órdenes y prohibiciones, normas de funcionamiento de los hornos y uso del gas letal.
La visita hizo que me desmoronara en lágrimas y me fuera quedando atrás, rezagado, al punto que la guía se percató y vino en mi auxilio creyendo que yo era judío y le dije que no; entonces pensó que yo era francés y le dije que era de Caracas, de un distante país llamado Venezuela y estaba desecho por el dolor, ahogado en lágrimas ante la pavorosa magnitud de la crueldad humana.
Al terminar el tour sentí, me asaltó la sospecha que se trataba de una nueva manera de hacer turismo, enfrentar y tomar medidas de los alcances de la agonía humana. En algunos, satisfacer un morbo oculto o despojarse de toda culpa. Me atreví a pensar que posiblemente los habitantes de Cracovia deben comportarse frente a la abominable presencia del exterminio como los parisinos que pasan frente a la Catedral de Notre Dame sin verla porque saben que está y sigue allí.
Pero lo que realmente me estremeció, además de constatar que en Auschwitz perecieron más de 1 millón de seres humanos de distintas edades, fue descubrir la perfección empresarial capitalista que diseñó y puso a funcionar aquella espantosa industria de la muerte. Los nazis alcanzaron lo que nunca nadie había logrado imaginar y mucho menos realizar: cruzar los límites del delirio y de la sinrazón y encontrar una planicie de perfecta lógica y coherente desempeño. Crearon una nueva industria: la industria de la muerte porque no se trataba, en modo alguno, de masacre o genocidio. ¡No! Inventaron algo superior en horror y crueldad: el exterminio masivo en un solo lugar, pero con un odio extensible en todos los rincones del mundo.
¡Inventaron el Holocausto!
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