El próximo miércoles, 31 de marzo, se estarán cumpliendo 336 años del nacimiento de Johann Sebastian Bach, reputado por amantes de la música barroca y melómanos intransigentes, como el más importante compositor de todos los tiempos; estimación respetable, aunque discutible cual la fecha del natalicio porque, de acuerdo con el calendario juliano todavía en uso en el tramo final del siglo XVII, el cumpleaños debió celebrarse 10 días antes, el sábado 21, coincidiendo con el equinoccio de primavera. No sé si el irresoluto o vacilante aniversario motivó al escritor español y columnista de El País Javier Cercas a reflexionar en clave de ironía sobre el poder evangelizador de las obras del brillante clavecinista, organista, director de orquesta y maestro del contrapunto, oriundo de Eisenach, Turingia (Contra Bach, El País semanal, 21/03/2021). A su juicio, no es muy aconsejable convertirse en fanático de Bach, y apela, en favor de tal boutade, a «dos contraindicaciones temibles». La primera es hiperbólica: comparada con su modélica excelsitud, el resto de la música, incluyendo la comúnmente conceptuada de clásica o académica, «tiende a parecerte una especie de pasta informe»; la segunda es atrevidamente concluyente: «no importa cuán ateo seas o te creas, escuchando a Juan Sebastian te entrarán ganas irreprimibles de creer en Dios». Ello postula una conversión semejante a la de Saulo de Tarso camino de Damasco.
El autor de Soldados de Salamina confiesa haber experimentado una suerte de epifanía en la estación Sarrià del metro de Barcelona, cuando escuchaba en su iPhone las celestiales notas de la Cantata BWV147, Jesus bleibet meine Freude (Jesús sigue siendo mi alegría) —recomendable para comenzar con buen pie esta semana de recogimiento religioso y confinamiento a juro—, y tuvo la certeza absoluta de que el firmamento se abriría y aparecería Dios Nuestro Señor en persona, bastante cabreado y tronando con su divino vozarrón: «¡Con que no existo, ¿eh, mamones? Pues aquí me tenéis, con barba y todo. ¡Se acabó la farsa: todos al paraíso!».
Armoniza la efeméride bachiana con la Semana Santa, una concertación a conmemorarse escuchando, claro está, la cantata causante de la alucinación javeriana, o cualquier otra de las muchas debidas al genio del gran músico alemán —compuso 200 o más, muchas de ellas a ser estrenada los domingos, atendiendo al calendario litúrgico—. No sé si haya una específicamente escrita con motivo de la entrada de Jesús de Nazaret a Jerusalén —preludio de su pasión e inmolación—; entrada gloriosa dada su condición de mesías, cual señalan al menos cuatro evangelistas, Marcos, Mateo, Lucas y Juan, quienes quizás fueron testigos del acontecimiento. No se trataba, en opinión de la rumorología jerosolimitana, de un simple mortal parido por María sin que el carpintero José, con quien ayuntaba la joven campesina, tuviese arte y parte en el parto, sino del hijo de Dios, ¡nada más y nada menos!
Es Domingo de Ramos y partir de hoy y hasta el domingo próximo, de Resurrección o Pascua Florida, la cristiandad tiene toda una semana, para cumplir, día a día, con el ceremonial pautado por sus pastores… y de playa y bochinche, damas y caballeros, ¡nanay! Eso sí, antífonas y cánticos como arroz. Y Bach, mucho Bach. Toca hacer caso, entonces y como Dios manda, a lo dispuesto en el cronograma de la Iglesia Católica, con la cual, sin querer queriendo, nos identificamos los venezolanos, creyentes, agnósticos o ateos, seguramente porque perdona nuestros pecados a cambio de unos cuantos golpes de pecho, y hace tiempo traspasó al César los asuntos terrenales (no del todo), a objeto de dedicarse a atender cuestiones espirituales atinentes a la fe y, en consecuencia, a alejar a los mortales de la senda del mal, apartarles de las tentaciones y suministrar consuelo a las almas perdidas, ¡arrepiéntete!
Cuando el César deviene en déspota y sus súbditos mueren de mengua y a manos de sus esbirros y bandas delictivas (los hombres nuevos), o abandonan su país con el miedo, el hambre y el cansancio a cuestas —la fatiga magnifica el peso de sus exiguos equipajes, si se puede llamar de tal guisa a un porsiacaso cargado de ilusiones y una mochila repleta de esperanzas—, la jerarquía eclesiástica sube el tono de sus reclamos en solidaridad con la ultrajada feligresía, y desnuda al tirano poniendo de bulto su oprobiosa catadura —con la iglesia hemos topado, Nicolás—. De este modo actuó la Conferencia Episcopal de Venezuela poco antes de consumarse el fraude electoral del 20 de mayo de 2018, al censurar y advertir sobre la inconveniencia de realizar votaciones «sin las garantías inherentes a todo proceso comicial libre, confiable y transparente, porque lejos de aportar una solución a la crisis, puede agravarla y conducir a una catástrofe humanitaria sin precedentes». Y en 1957, el arzobispo de Caracas, monseñor Rafael Arias Blanco, en sintonía con el predicamento y la doctrina social de la Iglesia, puso los puntos sobre las íes en carta pastoral con motivo del Día del Trabajador, a propósito de la cual un feliz e indocumentado Gabriel García Márquez, en reportaje anticipatorio del «nuevo periodismo», publicado hace 63 años en la revista Momento —El clero en la lucha—, asentó: «Desde Caracas hasta Puerto Páez, en el Apure; desde la solemnes naves de la catedral metropolitana hasta la destartalada iglesita de Mauroa, en el territorio federal amazónico, la voz de la Iglesia ―una voz que tiene 20 siglos― sacudió la conciencia nacional y encendió la primera chispa de la subversión».
El chavismo, salvo rutinarias e infames conjeturas homofóbicas respecto a la sexualidad de algún prelado, vinculado sin pruebas a presuntas o inexistentes tramas conspirativas, ha evitado un enfrentamiento frontal con la Iglesia. La ubicuidad panóptica y mural del comandante galáctico no puede competir con la omnipresencia de un Dios único y trino en el subconsciente colectivo. Por eso, los misioneros rojos fomentan una herética adoración al comandante eterno, mediante un culto a su personalidad, comparable al rendido a Stalin, a Mao y a Kim Il-sun, pero equiparándole a Simón Bolívar —a tal efecto falsificaron el rostro del Libertador—, con el mismo factor sincrético apreciado en la adoración a María Lionza, el Negro Felipe y José Gregorio Hernández. Con un poco de imaginación, podrían los teatreros bolivarianos aprovechar el asueto obligatorio y escenificar Ad maiorem Hugo gloriam, un auto sacramental, con la Misa Criolla o la Misa Luba de fondo —Bach está vetado en repudio a las sanciones impuestas al gobierno de facto por la Unión Europea—, y mientras el gabinete de Maduro en pleno baila sobre las tablas y teje un sebucán tricromático, el usurpador hace caminar sobre un espejo de agua estatuas de Chávez, como hacía Simón el Mago en tiempos de Jesús, ¡oh, milagro!; desde lo alto, Jorge Rodríguez en versión satánica del Arcángel Gabriel o arcangélico avatar de Lucifer, revolotea desplegando siniestras alas de buitre; Diosdado da mazazos a un lavamanos en rol de Poncio Pilatos y, en saludo a la bandera de la inclusión, Aristóbulo, bailando en un tusero con alpargatas nuevas hace de Judas, émulo barloventeño de Carl Anderson en Jesus Christ Superstar (Norman Jewison, 1973); la fosforito y Delcy, encarnación a dúo de María Magdalena, cantan “Tiene mucho haunt/ Tiene mucho tempo/ Y tiene mucho down/ Woman del Callao…” y de pronto, sobre un congelado del pandémico pandemónium, a manera de telón, un gran retrato de Chávez vestido de Nazareno, con corona de espinas y arrastrando una cruz gamada. En off se oye un coro salmodiar el Chávez nuestro. Fade out/fade in: Himno Nacional. Aplausos, ¡clap, clap, clap!
Desde luego, tan profana propuesta no pasa de ser, con la venia de Reinaldo Espinoza Hernández (Q.E.P.D.), una fantasía dominical. Pero de esta gente se puede esperar cualquier cosa y la plegaria rezada en el disparatado retablo no es invención mía sino de los participantes en el primer taller para el diseño del sistema de formación socialista del psuv (mayúsculas ni de vaina), celebrado en septiembre de 2014, quienes la bautizaron «oración del delgado» y cuyas líneas iniciales remedan al muy católico Padre Nuestro: «Chávez nuestro que estás en el cielo, en la tierra, en el mar y en nosotros, los delegados y las delegadas, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu legado para llevarlo a los pueblos de aquí y de allá».
Me engolosiné con la matemática precisión de Bach y embelesado por su música casi olvidé un acontecimiento de suma trascendencia a festejarse también hoy: el 28 de marzo de 1750 nació en Santiago de León de Caracas el más universal de los próceres de la Independencia venezolana, el generalísimo Francisco de Miranda, considerado el precursor de la emancipación americana y, en palabras de José Lezama Lima, «el primer gran americano que se hace en Europa un marco apropiado a su desenvolvimiento». A Miranda debemos el sobrexpuesto pabellón criollo y no sé cómo estuve a punto de omitir su aniversario, porque gracias a él, en primer grado recitábamos, para enojo de la maestra y con chapucera rima, «amarillo, azul y rojo, la bandera de los piojos». Volviendo al compositor de la magnífica Pasión según San Mateo (BWV 244), y para finalizar, si, como sostiene un personaje no recuerdo si de novela o de película, el amor fue producto de la imaginación de Petrarca, probablemente Dios fue un invento de Johann Sebastian Bach.