OPINIÓN

Inteligencia Artificial de Steven Spielberg cumple 20 años y aún es un hito de la ciencia ficción

por Aglaia Berlutti Aglaia Berlutti

La película Inteligencia Artificial de Steven Spielberg alcanza 20 años y todavía resulta novedosa, extraña e intrigante. Esta moderna e inquietante versión de Pinocchio, es una de las películas más menospreciadas del director. Pero también, un centro de un largo debate sobre su trascendencia en el género de ciencia ficción. Con su rarísima humanidad, su recorrido angustioso por todas las promesas de un futuro angustioso, es también un experimento a gran escala. Un recorrido doloroso a través de una reflexión a gran mirada a lo imposible. 

La película Inteligencia Artificial de Steven Spielberg es quizás una de sus obras más menospreciadas. También es la que lleva a cuestas una de las historias más curiosas del mundo del cine. Escrita por Stanley Kubrick y al final, filmada por Spielberg, es la conclusión de un largo recorrido incómodo por temas duros de sobrellevar.

En especial para Kubrick, que se obsesionó con su versión de la ciencia ficción por años, sin llegar a la propuesta que deseaba. Al final, la cedió al llamado Rey Midas de Hollywood, en un intento de lograr un objetivo abstracto. Spielberg lidió entonces con el peso de una narración dolorosa y también, la responsabilidad de una misión compleja.

¿Cómo llevar a buen puerto una obra pensada por un hombre para quien la ciencia ficción era el vehículo de algo más complejo? ¿Cómo podía Spielberg conciliar su versión optimista y casi siempre amable sobre temas análogos con la versión de Kubrick?

Antes que Alex Garland hiciera a la ciencia ficción una reflexión existencialista en pantalla, Kubrick tenía claro que ese era el objetivo último del género. De la misma manera que lo literario, la ciencia ficción estaba destinada a mostrar lo peor y lo mejor del ser humano.

Kubrick comenzó a pensar en la posibilidad de trasladar la moraleja moral y ética debajo del clásico cuento Pinocho a algo levemente retorcido. Después de todo, para 2001, ya el debate sobre sus consecuencias, alcances y trascendencia era importante. Y Kubrick lo tomó como algo más duro de asimilar. En el trayecto, el director que filmó la fundacional Odisea en el espacio y cambió la ciencia ficción cinematográfica para siempre, se hizo nuevas preguntas. Y unas más incómodas que otras.

Inteligencia Artificial de Steven Spielberg: Un recorrido por todos los miedos contemporáneos

La paradoja en Inteligencia Artificial es una: David es un robot que en apariencia tiene sentimientos reales. Pero, por supuesto, no se trata de otra cosa que un software de programación que le permite crear una versión de la realidad. De hecho, no es en absoluto casual que el eslogan de la película en cines fuera corto y triste: “Su amor es real. Pero él no lo es”.

La que estaba destinada a ser el gran blockbuster del verano de 2001, era un experimento arriesgado. Pero también un nuevo punto de vista sobre lo que podía o no ser una mirada sobre el miedo al futuro, la tecnología y sus riesgos. La película estaba a mitad de camino entre varias ideas complejas.

Era ciencia ficción en estado puro, con una considerable batería de efectos especiales, pero también, un drama a toda regla. Ya Spielberg había llevado un experimento semejante en E.T El Extraterrestre (1982), con un extraordinario resultado.

Pero lo había hecho desde el bien, la esperanza y un final agridulce que enaltecía a todos sus personajes. En Inteligencia Artificial el recorrido era distinto y en especial, más complejo. David (interpretado por el magnífico Haley Joel Osment) está obsesionado con la autenticidad de la carne y los sentimientos. De hecho, con la vida humana en general. También, está pensado y construido para ser algo por completo nuevo.

Antes que Ex Machina planteara cuestiones éticas y morales sobre la vida que se crea, ya Kubrick imaginaba a un robot con conciencia de sí mismo que luchaba contra la improbabilidad. La idea ya había estado presente en Terminator de James Cameron, pero desde la versión de la acción. También en el Ash de Iam Holm en Alien (1979) de Ridley Scott. Y por supuesto, en esa gran obra fundacional de la ciencia ficción como lo es Blade Runner, también de Scott.

No obstante, David, en toda su fragilidad inquietante y en un mundo de una milimétrica crueldad, era otra cuestión a profundizar. Con su aire a distopía en estado puro, pero también, la utopía del amor hecho a su medida, la película es un equilibrio entre ambos extremos. El mundo imaginado por Kubrick, que Spielberg llevaría a la pantalla después, es frío y carece de propósito humano. El amor, el sexo, el deseo e incluso, la maternidad, son en la película, versiones de la frialdad de una respuesta automatizada.

De modo que el pequeño David, un robot que puede en teoría amar, es la respuesta al duelo y al luto de una pérdida infantil. O al menos, el trauma que supone un hijo en medio de una enfermedad crónica. Spielberg había sido reconocido por su ciencia ficción en la que la bondad era el sentido central de todo lo que deseaba narrar.

Pero para Kubrick, mucho más pesimista, basó su historia en algo más alegórico. ¿Puede la tecnología sustituir lo real? ¿Qué provoca eso? ¿La posibilidad nos convierte en dioses de creaciones ciegas? De hecho, el argumento de Kubrick parece emparentada con la teoría del valle inquietante de Masahiro Mori de 1970.

Una hipótesis que a su vez se conecta con la mirada Ernst Jentsch de la identidad inquietante. Según ambas visiones, un ser humano sentirá una leve empatía por algo con apariencia humana, para luego sentir repugnancia.

De hecho, es lo que ocurre con esta versión pulida y mecanizada de un niño, que llega a un hogar afectado por una tragedia. David es una mirada a la forma en que nuestro mundo intenta comprender sus propias creaciones. También lo es el androide interpretado por Jude Law, que sustituye al sexo y a la intimidad. Al final, el film avanza entre los aspectos de lo humano, muestra la crueldad de un mundo en que la Inteligencia artificial es una premisa incompleta.

No tiene objetivo, no tiene sentido y al final, tampoco historia que contar.

Inteligencia Artificial: Steven Spielberg y el dolor humano

Filmar la película fue toda una odisea. Kubrick comenzó a escribir el guion a mediados de los años noventa, pero la idea era tan ambiciosa que terminó por frustrarle. De hecho, el argumento fue reescrito en al menos seis ocasiones hasta que logró un resultado satisfactorio. Entonces, el problema radicó en cómo llevar a cabo una versión semejante de la Inteligencia Artificial.

La intención de Kubrick era crear un robot real que interactuara con los actores. Llegó a intentar convencer al artista Chris Cunningham de hacer una creación semejante, pero el inglés le explicó la imposibilidad. Para Kubrick era de considerable importancia la incomodidad del elenco alrededor de su pequeño personaje central.

También, alcanzar una estética rígida, mesurada y pulcra, que sabía le llevaría años alcanzar. Spielberg contaría después que una de las grandes preocupaciones de Kubrick era que el tiempo de rodaje actuara en contra de “David”. Las filmaciones del director solían tomar meses e incluso años, lo que podría cambiar el aspecto del actor que interpretaría al niño robot. Al final, fue Spielberg quien le convenció de usar efectos especiales.

Con todo, la película terminó convirtiéndose en un proyecto incómodo que Spielberg completó, bajo las ideas de Kubrick. Por eso, su extrañísimo tono y su angustiosa versión sobre las líneas que unen lo real y lo ficticio.

David, más humano que los humanos, tiene toda la perversa y amarga versión de Kubrick sobre la naturaleza del hombre. Y también, David, que sublima el dolor de la pérdida y se convierte en un juguete roto de una cultura indiferente, tiene toda la melancolía de Spielberg.

Al final, ambos directores crearon un híbrido curioso que abrió las puertas a un nuevo tipo de experimentación sobre la ciencia ficción. Uno que todavía tiene peso e importancia en la forma de mirar al género.