Un año atrás descubrimos, hacia el oeste de la ciudad capital, un hidrante que creímos de efímero servicio para cubrir la emergencia de agua de las familias aledañas, porque lució obvia y exclusivamente destinado a responder ante cualquier siniestro sobrevenido y, además, algo increíble, no todos los hidrantes ya les son útiles a nuestros urgidos, escasos y mal pagados bomberos. Más o menos acostumbrados a visitar el lugar, como otros semejantes, en el este mirandino, tomamos debida nota de lo que se ha convertido en toda una institución comunal que releva a los vecinos de cualquier protesta por carecer del vital líquido en el hogar, concediéndole una cuota de poder real al jefe de calle y administrador del augusto chorro que lo hace complementario con el de reparto de las bolsas de comida, estimulando la aparición de pequeñas ventas cercanas de café, empanadas y cigarrillos, para anudar las largas colas a deshoras bajo la intemperie confiados a una llave inglesa.
En otras comarcas urbanas tendrán la suerte de contar con la cercanía de una autopista hasta de varios pisos que solo excepcionalmente transitarán los privilegiados del poder, apta para sendos jardines hidropónicos, o grandes edificios residenciales en los que siempre habrá una nevera que reparar. Metropolitanizado el deterioro, más allá, solo quedará en los espacios rurales y semirrurales la apuesta por sembrar algunas verduras, esperando que las proteínas lleguen por alguna transacción de ocasión, al igual que los medicamentos.
Y es que, de entrada (y de salida), convenimos (y conviene) precisar que el Estado comunal no es Estado y, mucho menos, expresa una auténtica vida comunitaria, libre y espontánea. Constituye solo un artefacto verbal que explica todo y, a la vez, nada para justificar el empleo de la violencia en cualesquiera niveles, trátese de bombardear un amplio corredor vial repleto de manifestantes, empujar a millones de venezolanos a cruzar las fronteras, invadir las universidades desoladas para una atractiva remodelación, o hacer de las vacunas una lotería para los más agraciados.
Que la comunalidad sea un eufemismo propio de los poderes salvajes, no niega que asome sus frágiles vértebras porque el colmo sería que ni se moviese. Tiene por fundamentales, unas formas de organización un poco más estables, probándose con unas normas de caprichosa interpretación, diferenciando algunos roles y estructuras, exhibiéndose con algunos resultados maquilados. Valga recalcar, no estamos hablando propiamente de instituciones en un socialismo de la informalidad militante y de la improvisación desvergonzada, cuyas fuerzas productivas y relaciones de producción suelen explicarlos sus bingos y casinos.
Versar sobre el Estado comunal y sus instituciones fundamentales, es ocuparnos de una extraordinaria ficción y acrobacia estilística que jura ocultar las realidades extremas y dramáticas, como la del miliciano que, en última instancia, lo explica al igual que los delatores crecientemente entrenados y los cómplices que sueñan con una playa de Cancún. Una mejor comprensión del servicio dispensado por el hidrante que también funde el norte con el sur citadinos, nos permite sugerir la rápida sistematización sobre las últimas experiencias totalitarias universales de Martínez Sospedra y Uribe Otalora (Teoría del Estado y de las formas políticas, 2018), y un decidido acercamiento al testimonio de La Mariscala, personaje de Sainz Borgo (La hija de la española, 2019), capaces de dar noticias ciertas sobre el negociado mexicano.
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