OPINIÓN

Innova y muere

por Daniel S. Milo Daniel S. Milo

Pocos valores suscitan tanto consenso como la innovación. Y con razón. Si la mortalidad infantil ha bajado en dos siglos de doscientos de cada mil a dos de cada mil, si conseguimos alimentar a los niños que se han salvado y si estos viven hasta una edad avanzada, es gracias a las continuas innovaciones en medicina, agricultura, transportes, etcétera. Debemos a las nuevas ideas la democracia, la abolición de la esclavitud, los derechos humanos, el feminismo y una paz relativa. Sobre todo, debemos a la innovación el espectacular avance de las energías renovables en todo el mundo (30 por ciento en 2023). Sí, hay que regular la producción. Sí, hay que luchar contra el consumismo. Sí, hay que legitimar el decrecimiento. No, hay que proteger y fomentar la libre innovación, porque es lo único que puede salvarnos del apocalipsis climático que nos acecha. Predicar contra la innovación es tan absurdo como hacer campaña contra la imaginación.

Y, sin embargo, debo predicar, porque la innovación, clave del desarrollo sostenible, es también su peor enemigo. La innovación alimenta el crecimiento, y el crecimiento nos consumirá a todos. Aquí tienen un cálculo audaz: la huella de carbono del diseño del nuevo iPhone, de su fabricación, de su lanzamiento, de su producción y de la eliminación de dispositivos obsoletos es mayor que la de todas las nuevas tecnologías juntas, desde la Edad de Piedra hasta la imprenta, y es posible que incluso hasta la Revolución Industrial. Esto es cierto para cualquier producto de gran consumo, ya sea un medicamento para combatir la enfermedad de Alzheimer, una misión a Marte o un misil antimisiles.

 

La obsolescencia programada –«infundir en el comprador el deseo de poseer algo un poco más reciente, un poco mejor, un poco antes de lo necesario»– es el emblema de la huida hacia delante. La obsolescencia programada tiene su aplicación más directa en el mundo empresarial, pero pocas actividades modernas escapan a su tiranía, desde la industria militar (la carrera armamentística) hasta la ciencia (publica o muere), la moda, el amor, etcétera.

Seamos francos: de mil innovaciones y proyectos de investigación ‘revolucionarios’, ¿cuántos se utilizarán para fomentar el desarrollo sostenible o la salud? Yo diría que uno, y seguramente exagero. El resto sirve para ocupar el tiempo de holgazanes imaginativos y llenar las arcas de empresarios codiciosos. ¿Qué podemos hacer? Llamar a la naturaleza para que nos rescate.

Ninguna autoridad es tan universal como la naturaleza; no hay una civilización que no acepte a la Madre Naturaleza como la encarnación de la sabiduría. Y menos mal, porque el culto a lo nuevo, nos dicen, está en la naturaleza de las cosas. ¿Quién lo dice? Charles Darwin, el autorizado lector del libro de la naturaleza: «Si una especie no se modifica y mejora en la misma medida que sus competidoras, será exterminada». En otro lugar, describe la selección natural como un empresario que «está diariamente, hora tras hora, examinando en todo el mundo toda variación, incluso la más leve; rechazando aquello que es malo, conservando y sumando todo lo que es bueno». Nunca satisfecho, siempre al acecho.

Pero Darwin se equivoca. No hay nada que la naturaleza aborrezca más que la novedad. «A un equipo ganador no se le cambia» es su lema. ¿Qué significa ganar en la naturaleza? Sobrevivir y reproducirse. Mientras una especie se las arregle en su entorno, es mejor no tocarla; si no está rota, no la arregles. La historia de la vida demuestra que copiar y pegar es el camino real hacia la buena forma física. No hay mejores modelos que los padres de uno, teniendo en cuenta que ya han demostrado su valía en las cosas que realmente cuentan. Richard Dawkins: «En realidad, nada ‘quiere’ evolucionar. La evolución es algo que sucede, lo queramos o no, a pesar de todos los esfuerzos de los [genes] por evitar que suceda». En consecuencia, la historia natural es un océano de estasis con islas de evolución.

El conservadurismo de la naturaleza roza el inmovilismo. He aquí un ejemplo: la mitad de las 548 enzimas metabólicas objeto de muestreo en el microbio Escherichia coli, la estrella de los laboratorios, también están codificadas por los humanos. Gracias a esta asombrosa compatibilidad, un microbio puede ser donante de enzimas para usted y para mí. En ninguna parte la guerra contra el cambio es más total que en la replicación y reparación del ADN. Existe un gran número de mecanismos que velan por que no se produzcan mutaciones y, si fallan, otros mecanismos están ahí para repararlos o conducirlos al suicidio (apoptosis). De los 3.000 millones de nucleótidos que se copian en cada generación celular, solo 170 errores de media se cuelan por la finísima malla de la red, es decir, el 0,0000056 por ciento.

Afortunadamente, las protecciones no son infalibles, porque los subproductos de su falibilidad son la novedad, la variedad, la elasticidad, la adaptación, la especiación… En una palabra, la evolución. Una única mutación puede desencadenar un cambio espectacular, como la que hizo que los primates perdieran la cola. Pero el hecho de haber conocido a la mujer de mi vida en una sala de oncología no convierte al cáncer en un regalo divino. Porque no hay que olvidar lo esencial: entre la evolución y la inercia, la naturaleza es hipocrática: actuar, sí, pero solo si la inacción conduce a la pérdida, lo cual es extremadamente raro.

La novedad en la naturaleza está regulada dos veces, por el ADN y por el medio ambiente. Un nuevo rasgo debe adaptarse al ecosistema, o al menos ser compatible con él, para poder conservarse. La innovación humana está doblemente desregulada. Innovar por innovar es la norma, y muchas ideas inútiles resultan caras desde el punto de vista ecológico. Algunos sostienen que nuestro frenesí innovador también está regulado por el entorno; se dice que es necesario para adaptarse a unas condiciones en constante evolución. Yo propongo invertir la causalidad: si nuestro entorno cambia constantemente, se debe principalmente a la burbuja de la innovación.

El cambio, el descubrimiento, la evolución, la invención, la innovación, la originalidad, el progreso, son las cosas que más le gustan al cerebro. ¿Podemos obligarle a que no le guste lo que tanto le gusta? La tarea es enorme, hercúlea, un trabajo de Sísifo. Pero, del mismo modo que rendimos homenaje a la sabiduría de la Madre Naturaleza, también debemos reconocer que la imitación forma parte de su genio, e inspirarnos en ella. Se trata, pues, de un alegato en favor de la moderación voluntaria de la imaginación, ya que el precio de la innovación se dispara justo cuando más la necesitamos. ¿Qué se puede hacer concretamente? Una pista: un inventor que comparezca ante la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos (Uspto, por sus siglas en inglés), creada en 1787 en el artículo 1 de la Constitución, deberá demostrar que la huella de carbono de su invento es inferior a su contribución al calentamiento global. La oficina otorgará dos tipos de patentes: las que consuman poca energía, como este artículo, por ejemplo, y/o puedan beneficiar tanto a humanos como a no humanos, serán concedidas; los demás inventores tendrán que abandonar su idea o desarrollarla únicamente en IA. Esta ley universal se aplicará también a la investigación científica. ¿Quién decidirá? «La facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es por naturaleza igual en todos los hombres» (Descartes). Y aunque sea una causa perdida, al menos podremos morir con la conciencia tranquila.


Daniel S. Milo es profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París

Artículo publicado en el diario ABC de España