«He notado que a veces inspiro temor»
Piccolino
Disfruté por estos días — y enormemente, debo recalcar —de las siete temporadas de la serie Juego de Tronos, y quedé maravillado con la actuación de Peter Dinklage en el rol de Tyrion Lannister, disoluto, taimado e ingenioso miembro de la casa más poderos del ficticio reino de Westeros (Poniente), cuya discapacidad, acondroplasia —baja estatura—, lo hizo blanco de burlas y desprecio hasta de su propia familia. Pasado mañana, 25 de octubre, se celebra el Día Mundial de las Personas de Talla Baja, así denominado porque enano y enanismo son términos considerados peyorativos. Hace una docena de años, cuando no era políticamente incorrecto llamar las cosas por sus nombres, publiqué en Código de Barra, blog a cargo de Pablo Antillano, un «Informe sobre enanos», al modo de Fernando Vidal Olmos, quien en Sobre héroes y tumbas (Ernesto Sábato,1961), se sumergió en el mundo de las tinieblas perennes y redactó un Informe sobre ciegos para sustanciar un expediente en torno a una presunta conjura de invidentes contra la humanidad. Exornado y deslastrado de precisiones ahora inútiles, transcribo el texto de marras.
Nos encontrábamos en Lima un grupo de comunicadores sociales, cineastas y artistas plásticos, trabajando en una exposición con motivo del sesquicentenario de la batalla de Ayacucho, y nos alojábamos en el céntrico, vetusto y alguna vez grandioso hotel Bolívar. Una noche, mientras dábamos cuenta de algunos soberbios e inolvidables piscos sour, uno de los contertulios salió del bar para dejar algún encargo en la recepción. Regresó precipitadamente, exaltado y aspaventoso. Con excesiva gestualidad me conminó a acompañarle a fin de mostrarme la causa de su turbación: frente a los ascensores, ataviado con una levita roja, a la manera de Johnnie Walker, un minúsculo individuo sostenía con una traílla a un ñandú. El animal había alzado la pata derecha y con uno de sus tres dedos presionaba el botón de llamada de los elevadores. Una pancarta a la entrada de un salón contiguo anunciaba la celebración de la I Convención Latinoamericana de Artistas de Circo, lo cual explicaba y justificaba la presencia del grotesco personajillo y su inusitada y amaestrada mascota.
A partir de aquel inesperado encuentro comencé a toparme con enanos de toda guisa en los más disímiles lugares. Ya en Caracas, en un largo almuerzo de viernes en el restaurante El Parque, supe de un Frente para la Destrucción de los Enanos de Jardín. Imaginé a una sarta de jodedores y mamadores de gallo, pero se trataba de un movimiento de intelectuales de precaria estatura y abundante resentimiento, para quienes tales ornamentos eran una desafortunada alegoría de su minusvalía física y marginalidad social. Por eso, los robaban y destruían.
Yo había leído El Enano (Pär Lagerkvist, 1944), novelado diario de Piccolino, un gnomo de corte cuya deficitaria alzada era compensada por su inmensa crueldad y portentosa inteligencia. Y, bajo el influjo del citado Informe para ciegos fabulado por Sábato, extrapolé la perversidad atribuida a los invidentes para adjudicársela al pueblo de la gente en miniatura, cual inelegantemente denominaba a esos congéneres cabezones y paticortos. Mi interés por los pequeños seres (con la venia de Salvador Garmendia) devino en obsesión. Leí sobre los enanos de Palma, los enanos toreros de Aguas Calientes, me interesé por duendes y adquirí una reproducción de la Cuadrilla de enanos toreros (¡y además gordos!) de Fernando Botero; compré la única novela de Harold Pinter porque se llamaba Los Enanos, pero no se refería a ellos; estudié la arquitectura del Palacio de los Enanos, suerte de casa de muñecas construida por un matrimonio de «pequeñas criaturas», el conde y la condesa de Nicol, en Quebec en 1913 —en su pequeñísimo salón destacan una foto tamaño real del conde, de smoking y sombrero de ocho reflejos, recibiendo a sus invitados, y otra de Principito, el hijo no enano de la pareja— en fin, mi obcecación fue mayúscula y llegué a creer lo afirmado en una revista especializada en teorías de la conspiración: «según un rumor, los enanos se dejan acariciar la cabeza para ganarse nuestra confianza y controlar así la economía mundial». Para mayor inri hizo su aparición en los círculos donde me movía un personaje a ser tenido como el enano más grande o el gigante más pequeño del mundo, dependiendo del punto de vista. Discurridor de ambigüedades y forjador de frases sicalípticas, era consumado pornógrafo y obseso sexual. Miguel Otero Silva lo bautizó Miniputo; Héctor Myerston le colgó el sambenito de Liliputoso.
Todas mis aprensiones terminaron al enterarme de que, en medio de una borrachera, un grupo de conocidos dado a la juerga de largo aliento se apropió de un enano en plena vía pública. El rapto se produjo un Sábado de Carnaval en la Calle Real de Sabana Grande, utilizando a tal fin un vehículo oficial, un Cadillac cuyo tamaño, así como el de los plagiarios, ha debido deslumbrar al objeto de la retención, porque la acción tuvo todos los visos de una de las abducciones reseñadas en los programas televisuales de ficción seudocientífica, tipo Alienígenas ancestrales.
Una de las conclusiones preliminares de mi Informe para (o sobre) enanos es que resulta muy difícil determinar su edad, pues a su escala, la lozanía de la juventud o la rugosidad de la vejez no son apreciables a simple vista. Esta hipótesis me la confirmó uno de los perpetradores de la infame broma al confesarme: «Nunca supe cuántos años tenía el exiguo sujeto; no pudo precisar su edad, pues desconocía cuándo y dónde había nacido. El tiempo no modificaba su aspecto y, desde siempre, se recordaba a sí mismo con idénticas facciones».
Convencidos de no haberse apropiado de un bebé envejecido, dejaron a un lado los escrúpulos y cargaron con su botín hasta un bar de La Florida frecuentado por la cuerdita, el Polesu (después Black Horse), donde le obsequiaron un Bull de cerveza y, así, predisponerlo a favor de sus captores, mucho antes del síndrome de Estocolmo, y hacerle sentir arte y parte de aquella irresponsable patota, pasando del yo quiero irme para mi casa al ¡coño, vale, ustedes si son chéveres! Anduvieron con él a cuestas durante todo el Carnaval y hasta lo disfrazaron de negrita. Estaba gozando un puyero sin atreverse a imaginar cómo acabaría el jolgorio.
El día martes, se jugaba carnaval con agua y otras sustancias no tan inocuas. Por ello, lo trasladaron a una mal reputada gallera sita en los alrededores del cuartel de la montaña, donde moraba un sujeto tan maluco como chiquito. Convencer al rehén para enfrentarlo, requirió de buenas dosis de miche y un sinnúmero de promesas. Cuando estuvo hasta él no va más, aceptó el desafío y, en pañales, como un recién nacido XL, se apersonó en la arena donde aguardaba, desafiante, un malandrín de siete suelas dispuesto a masacrar al héroe de este relato a quien las apuestas no favorecían. El público rugía como si de enfurecidos gallos se tratase y las botellas de aguardiente pasaban de mano en mano y de boca en boca. La pelea duró poco: quedó muy mal parado el de la casa. Los apostadores, indignados, estuvieron a punto de lincharle. En hombros de sus captores escapó del frustrado escarmiento. Una vez a salvo se planteó lo inevitable: ¿qué hacer con el enano? Éste no quería desprenderse de sus amigotes, aunque ellos habían puesto en peligro su integridad física. Lo emborracharon una vez más y lo depositaron, mientras dormía, en el jardín de una casa en El Paraíso, perteneciente a un influyente político de la época quien, suponemos, ha debido entregarlo a la policía al constatar que no era uno de los pigmeos de su jardín.
Esta estrafalaria aventura hizo cambiar mi postura frente a la gente de poca estatura; sin embargo, no estoy del todo convencido de que no haya un dejo de malicia o de siniestra perversidad en ella. Una duda acrecentada a raíz de lo contado por uno de los artífices del delincuencial acto pos juvenil al regresar de Paramaribo, adonde habría ido en viaje de negocios: en un lugar indefinible, amalgama de piano bar y burdel de lujo, donde la estrella era un ventrílocuo políglota capaz de proferir improperios en tantos idiomas como los hablados por el Papa, descubrió al muñeco hablando por un celular: era raro, muy raro, y se dedicó a espiarlo. Se trataba del enano de su carnavalesca travesura … «Igualito, no había envejecido nada y, estoy seguro, me reconoció cuando lo vi abordar un taxi… porque me guiñó un ojo»
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